El feroz ataque de las orcas
Las devoradoras de lobos marinos rondan en Península Valdés
Argentina puede presumir de muchas cosas. Por ejemplo, de Península Valdés, en el norte de la provincia de Chubut, unos 3.600 kilómetros cuadrados de tierra unida al continente por el istmo de Ameghino, famosa por ser uno de los enclaves con mayor concentración de mamíferos marinos del mundo. A la entrada del istmo está El Desempeño, el puesto de control e información. Hasta Puerto Pirámides (única población del área natural protegida, y lugar desde el que parten las excursiones en barco para ver ballenas) la carretera continúa siendo de asfalto. A partir de allí, las carreteras que llevan a Punta Norte, Caleta Valdés, Punta Cantor y Punta Delgada, donde hay colonias de lobos y elefantes marinos, son de ripio o tierra. El paisaje de la península es el típico de la estepa patagónica: monótono, llano, sin ningún árbol, cubierto por diversos arbustos, algunos grandes y leñosos, como el molle, pero por lo general bajos, como el maoyin o la jarilla, y casi todos espinosos.
Yendo de Punta Norte a Punta Cantor está Caleta Valdés, un estrechísimo y alargado brazo de tierra paralelo a la carretera. En ambas orillas, lobos y leones marinos toman el sol
Fuera de Península Valdés, es recomendable ir a Punta Tombo, a unos 120 kilómetros de Trelew, donde existe una impresionante colonia de pingüinos magallánicos. Menos numerosos, también los hay en la península
Tras repostar en Punta Pirámides, tomé la desviación hacia Punta Norte y Punta Delgada, y después, la que conduce a Punta Pardelas, en el golfo Nuevo. Me habían recomendado dormir allí, y seguí el consejo. En Punta Pardelas está permitido acampar, aunque no existe ningún tipo de servicio: es un cámping libre. La falta de nuevas señales y el hecho de que empezaba a oscurecer hacían que pareciera que el camino, ocho kilómetros que se adivinaban impracticables en caso de lluvia, no iba a acabar nunca.
Pero sí acababa. Acababa en un lugar en el que podría haber empezado todo. Anochecía. El horizonte era una línea naranja. Al estar casi cerrado y en calma, el mar semejaba un inmenso lago, pero al sur estaba la boca por la que entraba el Atlántico. La marea estaba baja. A nuestras espaldas quedaban unas pequeñas colinas. A la derecha, una playa. Y de frente y a la izquierda, el mar, precedido por una restinga, pequeña meseta de piedra que se cortaba bruscamente. La plataforma rocosa estaba llena de pocitas con agua, que pronto brillaron como espejos por la luz de la luna. Sobre el característico murmullo del mar se escuchaba la respiración, los soplidos y resoplidos de los cetáceos. A unos cien metros de la costa, seis manchas negras se destacaban en el agua gris. Con los prismáticos distinguíamos el chorro de vapor exhalado por sus pulmones. Una de las ballenas comenzó a golpear el agua, y los aletazos sonaban como emocionantes e inofensivos disparos.
Amanecí con la esperanza de que continuaran allí, pero habían sido sustituidas por un modesto cormorán. Lo malo de haber visto ballenas es que después hay que volver a aprender a disfrutar al ver un cormorán.
Elefantes marinos
La riqueza de Península Valdés no se limita a las ballenas. Aquí están las únicas colonias continentales de elefantes marinos del mundo. Entre Puerto Pirámides y Punta Norte hay unos 75 kilómetros de ripio. El trayecto se hizo excitante por la abundancia de guanacos, unos camélidos estilizados como gacelas. Se distinguen bien no sólo por su tamaño, sino también por su color, marrón rojizo, blanco por el vientre. Su velocidad y la falta de predadores -exceptuando al hombre- ha hecho, quizá, que no necesitaran mimetizarse. No ocurre lo mismo con los elefantes marinos: quietos, podrían tomarse por rocas. En Punta Norte hay una elefantería. Tumbados en la playa con sus crías, hay que verlos desde lo alto de un pequeño acantilado, protegidos por una alambrada que impide el descenso. Se bañan en el azul del mar, intenso, impecable, aturquesado, se llaman, se desplazan torpemente sobre la arena. Su actividad no se ve afectada por los turistas. Tuve el dudoso privilegio de presenciar durante veinte minutos cómo uno de los enormes machos intentaba aparearse con una de las hembras de su harén, que se resistía a dentelladas. Aquí se han filmado por esta época algunos de esos estremecedores documentales en los que se ve cómo las orcas atacan, junto a la orilla, a elefantes y lobos marinos.
Yendo de Punta Norte a Punta Cantor está Caleta Valdés, un estrechísimo y alargado brazo de tierra paralelo a la carretera. Algunos calculaban que para 2003 se habría cerrado, formando una albufera. No ha sido así, y el paso del mar sigue abierto. En ambas orillas, lobos y leones marinos toman el sol. Unas sombras negras, una manada de lobos marinos, nadan bajo el azul intenso del mar, regresando al Atlántico abierto. La imagen es de una serenidad y una belleza extraordinarias. Para ver lobos marinos vale la pena, por cierto, desplazarse a Punta Loma, a unos 11 kilómetros de Puerto Madryn. Fuera de Península Valdés, es absolutamente recomendable ir a Punta Tombo, a unos 120 kilómetros de Trelew, donde existe una impresionante colonia de pingüinos magallánicos. Menos numerosos, también los hay en la península. Justo antes de llegar a Punta Cantor hay una desviación que conduce a un punto desde el cual pueden verse. Confiados hasta el extremo de que se les haya llamado bobos, los pingüinos despiertan ternura y simpatía. "Los albatros y los pingüinos son las últimas aves que se me ocurriría matar", escribió Chatwin en En la Patagonia.
Su vacilante caminar puede arrancar una sonrisa al más severo observador (quizá peque de ingenuo).
La excursión en barco para ver ballenas (que empiezan a llegar a estas aguas en abril y se quedan hasta principios de diciembre) dura aproximadamente una hora. Las ballenas francas son muy confiadas (eso, unido a que flotan una vez muertas, explica en parte su trágico destino, ahora corregido parcialmente), lo que hace que el avistaje sea particularmente agradecido. Una de las ballenas con su ballenato pasó por debajo del barco, con lo que por primera vez, y gracias también a la transparencia del agua, pude hacerme una idea de su forma y tamaño. Tenía un par de cicatrices en la joroba, por el ataque de alguna gaviota empeñada en demostrar ese inquietante aserto según el cual no hay enemigo pequeño.
Antes de abandonar Península Valdés volvimos a Punta Pardelas. Por la mañana las habíamos visto mejor, desde mucho más cerca, pero también, por así decirlo, al estar sobre un barco con otros turistas, de una manera menos íntima. Nos sentamos sobre las rocas para ver a una ballena que nadaba plácidamente con su cría cerca de la costa. Al cabo de un rato empezamos a oír una especie de cañonazos. A lo lejos, el agua se elevaba como castigada por bombas. Con los prismáticos vimos cómo un par de ballenas saltaban sin sacar totalmente el cuerpo del agua, y al caer producían el estruendo. El espectáculo parecía confirmar, tras los sostenidos esfuerzos de caritativas mujeres por convencernos de lo contrario, que el tamaño sí importa. Tanto, que en ese mismo instante perdoné la fealdad de las callosidades de las ballenas francas.
A Chatwin le llevó a Patagonia un pedazo de piel de perezoso gigante. Si regreso a Península Valdés, donde pasé dos días inolvidables, podré decir que en ese segundo viaje me llevó hasta allí el deseo de volver a oír la poderosa respiración de las ballenas, esa brutal explosión de fuerza y vida.
- Martín Casariego (Madrid, 1962) es autor de Campos enteros llenos de flores (Muchnik Editores, 2001).
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