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Columna
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Carlos Fabra

Coincido con mi amigo y colega Paco Mariscal, que se trabaja esta misma columna cada lunes, así como con cuantos observadores de la vida política indígena que han percibido en el seno del PP el aura de discreción casi impenetrable que envuelve el llamado caso Fabra, o enredo judicial en el que anda presuntamente involucrado el presidente de la Diputación de Castellón. Al amparo de la retórica forense al uso, daremos por conocidos y reproducidos los trazos esenciales de este negocio o contencioso que en puridad se resume en un episodio más del cotidiano tráfico de influencias al que por gusto, cálculo u obligación -incluso moral- se ven abocados numerosísimos hombres públicos. Soslayemos igualmente los aditamentos pintorescos o domésticos de este folletón, pues son de todo punto tangentes al meollo del mismo.

Sin pretender romper lanzas a favor del citado corporativo y prohombre de La Plana, tampoco quisiéramos sumarnos al linchamiento de unos ni a la conspiración de silencio de otros. Al menos mientras no recaiga sentencia firme, y aún ese día, aunque medie un fallo condenatorio, habrá que formular algunas reservas. La primera de ellas alude al consenso o complicidad de su propio partido -el PP- cuando periódicamente le habilita para simultanear el ejercicio privado de la abogacía y la gestión política a sus más altos niveles. Algo que sólo puede calificarse de temeridad partidaria o simple inmoralidad, tan simple y al tiempo ostentosa como la que ahora se denuncia en el entorno del presidente George Bush o su segundo Dick Cheney. ¿O qué esperaban? Es el poder y sus fauces sin trabas.

Otra reserva en lo que a Carlos Fabra concierne es atinente al poder que ha condensado en su persona y cargo. En realidad ha sido, de entre todos los notables del olimpo zaplanista, y a lo largo de dos legislaturas, el único dirigente con rango institucional y orgánico con mimbres suficientes para plantarle cara o darle la réplica al mismo presidente de la Generalitat. No inscribirse en el círculo dócil de los senescales y mayordomos rendidos al carisma presidencial, ha convertido a Fabra, acaso a su pesar y a menudo contra sus intereses, en el protector de personajes perseguidos o de empresas desamparadas por no ser gratas a la Administración. Y debo añadir que no me consta que haya pasado factura en cada ocasión que ha sido requerido para desfacer un entuerto. En buena parte, sus conflictos actuales son una consecuencia de esta preeminencia e independencia en el seno del partido. Alguien o algunos le están ajustando las cuentas.

Pero estas líneas no tienen intención hagiográfica, ni principalmente exculpatoria. Tratan tan sólo de señalar una perversidad antigua -el tráfico de influencias- que el PP prolonga, cultiva y hasta obliga. Que nadie se salga de rositas, nadie, empezando por el partido. Y sobre este punto, precisamente, debieran hablar con más soltura y menos reservas los militantes del PP que hoy pretenden mirar hacia otro lado mientras caen chuzos sobre el presidente de la Diputación de Castellón.

Estamos ante un contencioso que sólo acaba de empezar y en el cual el partido que gobierna puede dejarse las plumas si no afronta con franqueza las evidencias.

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