Serbia y Europa: una reflexión autocrítica
Algo más de seis millones y medio de serbios acudieron a las urnas el pasado 28 de diciembre para elegir el nuevo Parlamento de una de las piezas más frágiles e influyentes del rompecabezas balcánico. Y lo hicieron en un hermoso día soleado, con toda libertad y con todas las garantías, sin incidentes serios que superen el nivel de anecdotario de cualquier jornada electoral, como pudimos constatar in situ un grupo de observadores de las Asambleas parlamentarias de la OSCE y del Consejo de Europa. Ante los electores, 19 candidaturas distintas que cubrían todos los matices políticos y de talante personal para intentar afrontar la compleja situación del país. Cuatro de las listas electorales incluían a criminales de guerra procesados en La Haya.
Algo no se está haciendo bien cuando el 100% de los serbios desprecia el Tribunal de La Haya
Y resulta que, una vez más, para la sorpresa de las élites diplomáticas y políticas de Europa, se constata un principio elemental de la democracia, la verdad sencilla de las urnas: los ciudadanos, cuando votan, hacen lo que les da la realísima gana, y no lo que esas élites esperaban de ellos. Es uno de los peligros del acceso a la democracia: los votantes eligen en función de sus propios intereses y sentimientos, en lugar de atender a la visión global y de diseño de las cancillerías extranjeras que quizá les han ayudado a alcanzar ese derecho a decidir por sí mismos. Resultado: los radicales ultranacionalistas de Vojislav Seselj, procesado en La Haya, han obtenido casi el 28% de los sufragios y unos 82 escaños de 250. Sumados a los 21 escaños obtenidos por el Partido Socialista Serbio de Milosevic, forman un bloque que, aunque no gobierne, constituye una formidable "minoría de bloqueo" que hará casi imposible afrontar cualquiera de las reformas serias que el país necesita.
Escuchadas desde Belgrado, las opiniones que se han pronunciado estos días criticando el resultado han resonado como un insulto a la inteligencia a cientos de miles de votantes, como ocurre siempre que desde lejos se critica lo que un pueblo libremente decide. Por supuesto que existen motivos para la preocupación con este resultado. Por supuesto que en nada contribuye al desarrollo económico y social de Serbia y a su integración en Europa. Todo eso es cierto. Pero estoy convencido de que a los europeos interesados en cerrar este lamentable capítulo y en ver unos Balcanes en paz y estabilidad nos conviene concentrar nuestras energías en revisar nuestra propia estrategia, en lugar de limitarnos a pontificar inútilmente sobre lo que los serbios deben o no deben hacer cuando se acercan a una urna.
Ciertamente la primera y principal responsabilidad de este paso atrás en la difícil transición serbia debe buscarse en los propios partidos llamados reformistas o proeuropeos. Todos ellos han sido incapaces hasta ahora de generar ilusión en los ciudadanos ni de afrontar con el mínimo coraje la lucha contra la corrupción y las reformas esenciales de la economía en un país que lleva lustros de retraso respecto de otros regímenes ex comunistas.
Todo ello es verdad. Como lo es que el pueblo de Serbia se niega a afrontar su pasado mientras todavía hay en su país forenses dedicados a examinar el ADN de docenas de cadáveres de albaneses traídos desde Kosovo en camiones del Ejército. Ahora bien, ¿de qué se trata? ¿De emitir juicios históricos y morales sobre todo un pueblo, o, más sencillamente, de ayudarles a salir del agujero de forma eficaz y con pragmatismo? Da la impresión de que en algunas cancillerías europeas, y en los despachos de algún comisario europeo con responsabilidades directas en la materia, sobra moralina ejemplarizante y falta una visión realista y pragmática que contribuya a diseñar una política europea sensata y eficaz.
Temo introducirme en las aguas procelosas de lo políticamente incorrecto, pero es hora, por ejemplo, de preguntarse con sinceridad si el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPI) está actuando como debe. Algo no se está haciendo bien cuando de hecho casi el 100% de los serbios desprecia esa institución y lo considera un simple instrumento político al servicio de la OTAN o de Occidente. Tampoco los reformistas: los que llegan a defender en público la necesidad de cooperar con el TPI se basan en argumentos de cumplimiento de la legalidad, y poco más. No sólo es evidentemente criticable que hasta el momento el TPI haya sido la mejor plataforma de propaganda política con la que Milosevic y Seselj hubieran podido jamás soñar. A ambos se ha permitido dirigir sus campañas electorales desde sus celdas respectivas de forma realmente incomprensible. Pero es más, el ex presidente lleva meses dirigiéndose a los suyos, y no al tribunal presente en la sala, cada vez que se defiende a sí mismo en sesiones que se retransmiten por televisión al último rincón del país. A lo que se pueden añadir más datos que exigen seria reflexión: la insoportable duración del procedimiento; el nuevo procesamiento de militares de alta graduación precisamente a pocos días de las elecciones, leído unánimemente como una decisión política y no jurídica; la excesiva presencia pública de la fiscal Carla del Ponte en los medios de comunicación con sus denuncias y ataques a las autoridades del país, todo ello contribuye a esa impresión generalizada de que el TPI es más un instrumento político occidental que un auténtico tribunal de justicia. No defiendo esa tesis. Y no ignoro que en efecto ha sido insuficiente la colaboración con el Tribunal por parte del Gobierno saliente, o que incluso han protegido a un criminal como el general Mladic. (Aunque resulta difícil explicar allí por qué se critica a diario que las autoridades no entreguen a Mladic, mientras Radovan Karadjic lleva años paseando junto a controles de la OTAN en la Bosnia-Herzegovina que controla la ONU sin haber sido detenido). ¿De verdad no es posible hacer las cosas con más celeridad, más sentido común y un poco más de mano izquierda? Y ¿se puede corregir la percepción de que en el TPI no se persiguen por igual los crímenes de los albaneses?
Y junto a la actuación del propio TPI, conviene preguntarse por el fundamento de ese sentimiento de humillación que se percibe en toda Serbia ante la actuación y algunas manifestaciones de los responsables políticos de la UE, en Bruselas y en las distintas cancillerías. Los motivos de agravio, justificado o no, pero real, son muchos. Por ejemplo: en nuestro nombre la UE trata con todo boato a dirigentes de discutible pedigrí democrático en Libia, en Rusia, en Pakistán o en Marruecos. Pero mientras, es frecuente que los funcionarios europeos de segundo o tercer nivel se permitan participar en encuentros políticos en Belgrado con arrogantes aires de exigencia moralizante siempre creciente, que rozan el desprecio del interlocutor, y que sólo contribuyen a debilitar ante los suyos precisamente a los más moderados. Del mismo modo resulta difícil explicar hoy que en Kosovo, en ese Kosovo que dirigimos y gobernamos nosotros, la minoría serbia siga hoy sin tener protegidos sus derechos más elementales (¡a nadie sorprenderá que los que han votado en esa provincia, con escolta militar de la OTAN, lo hayan hecho por Seselj!). O valga otro ejemplo para reflexionar: poco antes de las elecciones, el Club Diplomático de Belgrado planteó una ronda de presentaciones de las distintas candidaturas. Los embajadores de la UE, reunidos bajo presidencia italiana, decidieron boicotear la intervención del candidato del Partido Radical, que finalmente tuvo que ser cancelada. El mismo que hoy representa la primera fuerza parlamentaria del país con el 27,3% de los votos. ¿Era indispensable ese gesto? ¿Son los ultranacionalistas croatas, a los que se trata con respeto, realmente mucho más razonables o prudentes?
En política, también en política internacional, la percepción de la realidad es la realidad. Y aunque duela aceptarlo, algunos de los que hablan en nuestro nombre en Europa han hecho su propia contribución al desprestigio de los políticos moderados y al reforzamiento del ultranacionalismo radical. La presión exterior sobre un país, especialmente la que se hace con gran ruido mediático, puede tener algún sentido o eficacia cuando se hace sobre regímenes dictatoriales (y no siempre). Pero es estéril o contraproducente cuando se intenta sobre sociedades que pueden elegir a sus dirigentes de forma democrática. Y así es hoy Serbia, con todas sus limitaciones y su corrupción. Hay que confiar en que alguien saque la lección, antes de que sea demasiado tarde.
Ignasi Guardans es diputado y portavoz de Asuntos Exteriores del Grupo Parlamentario Catalán (CiU).
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