Una exposición convierte en arte los retratos fotográficos de familia
El Museo d'Orsay muestra todo un género a través de figuras célebres
El arte, el valor añadido, ¿lo aporta la mirada o el objeto en sí? El debate lleva ya casi un siglo interfiriendo todas las conversaciones sobre el trabajo de creación artística. Desde que Duchamp decidió que un urinario, colocado de manera diferente, bautizado de otra manera y, sobre todo, presentado entre las respetables paredes de un museo era digno de ser considerado una obra de arte, la confusión reina entre conservadores, artistas y aficionados. La relativamente reciente consagración de la fotografía -Walter Benjamín se anticipó varias décadas a los museos- como arte ha venido a añadir confusión a la confusión.
Obviamente, no hace falta ser Lartigue para conseguir, de cuando en cuando, una buena imagen, es decir, unas figuras bien encuadradas, mostradas de manera técnicamente satisfactoria y con una disposición capaz de producir sentido, pero sí hay que ser buen fotógrafo para que la flauta no suene por casualidad.
Facilidad narcisista
El museo parisino ha prestado atención a esa casualidad, ha buscado entre la facilidad narcisista, entre la seguridad complaciente, las perlas que había que rescatar. Sin duda la utilizada en el cartel, esa niña que juega a la pelota captada en 1891 por Gabriel Loppé, nos habla de la dulzura de la vida antes de que la vertiente amarga de las cosas se hiciera asfixiante. Sólo el ya citado Lartigue supo resistir a esa invasión.
Ahora, a partir de los recuerdos filmados de la familia Andreu, José Luis López Linares, en su documental Un instante en la vida ajena, ha vuelto a cuestionar esa tolerancia artística para con todo material con valor documental. En su caso, como en la mayoría de imágenes mostradas en el museo parisino, los personajes intentan presentarse bajo su mejor aspecto, pero eso no significa que controlen todos los elementos de la puesta en escena. De nuevo es el espectador, hijo de la "época de la sospecha", el que se muestra descreído y le añade sentido a la imagen.
Los álbumes familiares que presentan en el Museo d'Orsay tienen el interés de no ser obra de ninguna firma ilustre, de no tener como protagonistas a grandes figuras del mundo intelectual, artístico, de la política o de las finanzas, y el coincidir en la capital francesa con los retratos del pintor Edouard Vuillard, una maravilla de informaciones suministradas a partir de estrictas excepciones visuales, los de la fotógrafa Sophie Calle -su vida concebida como performance inacabable- o las series de Larry Clarck escogidas por la bienal de Lyón, al mismo tiempo minimalistas y catastróficas, perfecto negativo -con sexo, droga, depresión y pobreza- del positivo del Museo d'Orsay. Hace falta un poco de todo para construir un mundo.
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