Última mano
Casi avistando los escombros de una mayoría absoluta en vísperas de disolución, y con los ecos epicenos de ese mensaje del rey, que van de un presunto republicanismo a un presunto ejercicio redaccional de los escribidores de La Moncloa, llega de la voz de Zaplana la miserable subida de un dos por ciento de los salarios mínimos, que pone a España, a una considerable parte de España, a la trasera de la UE. Progresa este país para una amplia clase media que es forraje de los partidos que se turnan en la rapiña, pero cada vez hunden en la impotencia a más y más a millones de ciudadanos, sin voz y con el voto cautivo, por tanta promesa de boquilla. Hasta algún partido tradicionalmente de izquierda se niega a sí mismo, para ocupar asiento en el festín, olvidando sus principios y propósitos. ¿Que las cosas van a cambiar, en serio, dice?, ¿que ha recuperado la sensibilidad social, la cordura y la consecuencia? En unos tres meses lo veremos. Lo que el cronista desea es que quien gane las próximas elecciones lo haga por los pelos, y a pelo y a pulso mantenga un buen gobierno, y que la mayoría sea más participativa, y que la Constitución se cumpla en todo su articulado, sin grotescas exhortaciones ordenancistas y patrioteras, o se modifique en cuanto suponga de beneficio para los más. Pues que una Constitución consensuada desde el temor y la desconfianza de unos y otros, si fue oportuna y necesaria en aquellas circunstancias de excepcionalidad, cumplidos sus 25 años, ya está obsoleta en muchos aspectos, con atrofia en otros, y en tiempo de que se consensúe desde la razón, la tolerancia, la convivencia, el respeto mutuo y el interés general, pero sin trampas ni cartón, sino con contrastados criterios democráticos.
El 2003 está políticamente arrasado por un gobierno, entre el vodevil y la belicosidad, del PP, que se ha quedado solo en sus últimas comparecencias parlamentarias, como su presidente: algunos aciertos, más fracasos y una oceánica frustración personal. La arrogancia da en pasmo. No obstante, a Aznar hay que agradecerle que sólo haya castigado a España durante ocho años. O es que quizá Aznar no se toleraba, ni España toleraba a Aznar. En cualquier caso ha sido un acierto. Ahora, quien se haga con el poder tiene que pechar con los desaguisados y devolver este país a sus dimensiones y su verdadera dignidad. Tiene que barrer corrupciones y corruptelas, de cuantos descaradamente se han lucrado sin escrúpulos de unos privilegios inadmisibles o de los privilegios inadmisibles de sus colegas y amigos. Y esto vale para unos y otros, para cuantos han ejercido el tráfico de influencias y han usado el blindaje de sus hombres de paja. Y hay que dedicarle más atención y más justicia distributiva a los segmentos de nuestra sociedad que sobreviven en la precariedad y el olvido. Y hay que combatir el terrorismo doméstico o de género, el terrorismo de la salud y la seguridad laboral, que se han aceptado o incluso asumido socialmente, como un triunfo astuto del capital. Hay, en fin, que poner casi todo patas arriba y limpiar a fondo. Hay que subvertir el conformismo, toda la sumisión, todo el silencio acumulado. Y, por supuesto, hay que defender y garantizar la presunción de inocencia, pero no ponerse incondicionalmente al lado de Fabra. Verbi gratia.
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