Los que vienen aquí
La última cumbre hispano-marroquí no sirvió, en contra de las expectativas, para sellar definitivamente la normalización de las relaciones entre los dos países, ni para encontrar una respuesta solidaria a los flujos de emigrantes marroquíes que cruzan cada año el Estrecho. El presidente José María Aznar destacó la voluntad compartida de los dos Gobiernos de luchar contra el tráfico de personas, tarea en la que subrayó la importancia del establecimiento de patrullas de investigación y de patrullas conjuntas, más sistemas de vigilancia compatibles a uno y otro lado del mar. Veremos si este dispositivo policial va a impedir las tragedias en aguas del Mediterráneo...
El 25 de octubre pasado ocurrió uno de los más mortíferos naufragios registrados hasta el momento, elevando a 117 el número de inmigrantes que fallecieron en viajes clandestinos hacia España desde el comienzo del año. El estrecho de Gibraltar, que atraviesan anualmente a pesar de correr peligro de muerte miles de inmigrantes en frágiles embarcaciones, es la principal ruta marítima de la inmigración clandestina entre África y España. La segunda, igualmente peligrosa, es el archipiélago de las Canarias, a lo largo de Marruecos. También fallecieron, en octubre pasado, 70 inmigrantes en la travesía hacia las costas italianas, cerca de la isla de Lampedusa, al sur de Sicilia.
Estas tragedias humanas en aguas del Mediterráneo pesan sobre la conciencia europea. Europa, desde los años setenta del siglo pasado, ha ignorado al Sur en el proceso de su construcción. Y el Sur afronta graves problemas que no puede solucionar solo: el increíble desarrollo de las desigualdades, no únicamente entre países ricos y países pobres, sino también dentro de éstos; los desplazamientos de poblaciones, las migraciones anárquicas, el autoritarismo político, la represión de las minorías étnicas y culturales. Estos problemas tienen, y tendrán cada vez más, repercusiones dentro de los mismos países del Norte.
Según el Informe sobre Desarrollo Humano 2003, el enorme y desigual alcance del desarrollo humano en el mundo queda reflejado en los progresos de algunas zonas, mientras otras permanecen sumidas en el estancamiento o en un retroceso abismal. Durante los últimos 30 años se han producido mejoras en ciertos países en desarrollo. El analfabetismo se ha reducido, casi de la mitad hasta un 25%, y en Asia Oriental el número de personas que sobreviven con menos de un dólar al día se redujo casi en la mitad en los años noventa. No obstante, el desarrollo humano progresa con demasiada lentitud. Para muchos países, los noventa fueron una década para la desesperación. Cerca de 54 países son ahora más pobres que en 1990. En 21 países se ha incrementado el porcentaje de personas que pasan hambre. En otros 14 mueren más niños menores de 5 años. En 12 países las matriculaciones en la escuela primaria están descendiendo. En otros 34 la esperanza de vida también ha disminuido. Pocas veces se habían producido semejantes retrocesos en las tasas de supervivencia. Otra señal de la crisis del desarrollo es que en 21 países se ha producido un descenso del índice de desarrollo humano (IDH, una medida que resume las tres dimensiones del desarrollo humano : disfrutar de una vida larga y saludable, recibir educación y tener un nivel de vida digno). Se trata de un fenómeno poco común hasta finales de los ochenta, puesto que las capacidades que capta el IDH no se pierden fácilmente. Son estas insuficiencias del crecimiento económico, combinadas a la potenciación de una población joven, sin perspectivas en sus países respectivos, las que contribuyen hoy en día a crear una importante demanda migratoria, dirigida naturalmente hacia Europa.
Pero ante esta situación, los países ricos suelen reaccionar basándose en un verdadero chovinismo de la prosperidad. EE UU ha cancelado prácticamente toda ayuda a los países pobres: prefieren relaciones meramente mercantiles. La Unión Europea -en este tema como en otros- está dividida. Francia, Alemania, Suecia, Dinamarca mantienen un nivel medio de ayuda, mientras que muchos de los restantes actúan a la baja. Europa carece de visión a largo plazo. Pero va a ser el continente que sufrirá más la tragedia del Sur, la tragedia del África negra-Magreb. (En opinión del comisario europeo de Relaciones Exteriores, Chris Patten, uno de los dirigentes europeos más lúcidos y valientes, el Magreb necesita para los próximos 10 años 40 millones de empleos sólo para mantener el nivel actual de ocupación en esta región). Ahora bien, Europa, obsesionada por la lógica estrictamente liberal, sólo piensa en la integración de nuevos mercados: de allí la ampliación a los países del Este. El Sur sólo se considera como el origen de una amenaza migratoria. Por eso la política europea fortalece sobre todo la dimensión policial (el control común de las fronteras, los visados, la gestión compartida de la información y los convenios de readmisión). La última cumbre de los ministros del Interior (los días 20 y 21 de octubre de 2003) lo ilustra perfectamente: la principal propuesta de lucha contra la inmigración clandestina trató sobre la posibilidad de insertar en los visados ¡una pastilla electrónica que permita almacenar una serie de informaciones sobre el inmigrante!
En el fondo, el mismo concepto de integración europea era desde su inicio problemático. Los países ricos de Europa -Francia, Alemania, Gran Bretaña- quisieron primero un mercado rentable; consideraron que el Sur (la orilla del Mediterráneo, África) no lo era. La integración de España, de Portugal y de Grecia también se hizo siguiendo ese razonamiento: se orientaron esos países hacia el Norte de Europa para convertirlos en zonas de circulación de mercancías, bienes y capitales, sin pensar que también se convertirían rápidamente en la nueva frontera con la pobreza y la miseria. Europa consideró que el papel de estos países era el de actuar como gendarmes de fronteras. Y ellos integraron el espacio europeo sin disponer de una verdadera ayuda para enfrentar los desafíos migratorios. Hay que hacer el balance de esta estrategia.
Hoy en día, lo que necesitamos en Europa es más lucidez. Eso significa a la vez realismo y solidaridad. Los países europeos se quejan de la falta de transparencia en los sistemas administrativos, financieros y económicos de los países pobres; piden más esfuerzos en la apertura económica. Los países del Sur hacen hincapié en su impotencia: ¿cómo yugular la corrupción, flexibilizar la administración, cuando la escasez de recursos está en todas partes? A lo que hay que añadir la crisis de los mercados de trabajo, la desruralización y la emigración de los campesinos hacia las ciudades, la crisis de las viviendas, de los medios sanitarios, etc. Es un círculo infernal. De ahí la inmigración, o más bien dicho, la huida. Ante esta situación, el realismo de los intereses bien entendidos no basta. En un mundo principalmente basado en la expansión ilimitada de las mercancías, necesitamos tambien más solidaridad.Primero, en la distribución de las riquezas. De ninguna manera tenemos que confiar en los poderes públicos, en las organizaciones financieras y comerciales internacionales, cuando nos dicen que sólo el mercado, la apertura de las sociedades del Sur a nuestros productos, pueden ayudarles a desarrollarse. Veinte años de liberalismo han demostrado lo contrario. Si el mercado es una necesidad, ¿se puede comparar, como lo subrayó un día Nelson Mandela, la situación de un campesino africano con la de un campesino norteamericano? El campesino norteamericano es más rico y hará valer su ley, su fuerza, en la relación mercantil. ¿Cómo podemos exigir que los países del Sur utilicen las escasas subvenciones de los productos agrícolas para, según el discurso oficial, abrir sus mercados, mientras que nosotros subvencionamos masivamente nuestros productos? ¿Dónde está la igualdad? Hay que invertir la relación Norte-Sur: cancelar la deuda, implementar los planes de ajuste estructural siempre y cuando se puedan yugular los efectos sociales, promover el desarrollo sostenible, la protección del medio ambiente, de la salud, la igualdad en el acceso a la educación; condicionar la ayuda por la lucha contra la corrupción y el respeto del Estado de derecho. Hay que integrar el FMI, la OMC y el Banco Mundial a las Naciones Unidas y someterlos a un verdadero consejo económico, cuyo principal objetivo sería el de imponer reglas a esta mundialización anárquica. Es una cuestión de civilización.
También es imprescindible una actitud de apertura cultural, ya que todos, a nuestro nivel, podemos favorecerla. Nuestra representación cultural de los países del Sur está contaminada por nuestros prejuicios, por el profundo desprecio que tenemos para sus hábitos y sus creencias. Nuestra mirada está estructurada por la dominación histórica del Norte sobre el Sur. Ahora bien, el mundo que estamos creando no tiene por qué echar las campanas al vuelo: la cultura de odio y de violencia que difunde la industria cinematográfica occidental por todas partes no encarna una imagen particularmente civilizada. Por supuesto, cada sociedad tiene derecho a defender sus valores y a querer conservarlos. Pero lo que no podemos hacer es considerar que nuestros valores son absolutos. Debemos aceptar, a veces, mirarnos con ojos ajenos.
Y, por fin, necesitamos una solidaridad meramente humana. No se puede dejar a los tres cuartos de la humanidad en la miseria mientras nosotros vivimos en la opulencia. Un dólar por día para más de mil millones de seres humanos no es una cifra, sino una vergüenza. Un insulto a la dignidad del hombre. Es ilusorio pensar que esta solidaridad humana se compensa mandando dinero o sólo apoyando a organizaciones caritativas (aunque esto sea de todas maneras necesario). La solidaridad es necesaria aquí mismo. Tiene que manifestarse en nuestra actitud con los nacionales de estos países: ¿qué hacemos para facilitar la integración de los inmigrantes, para luchar contra el racismo y la xenofobia, para que dispongan de los mismos derechos y acepten los mismos deberes que nosotros? ¿Qué hacemos para dar a entender a la opinión pública que los que piden trabajo, ayuda, cuestionan en el fondo nuestras relaciones globales con ellos? La respuesta no se puede reducir a patrullas policiales en las fronteras.
Sami Naïr es eurodiputado, profesor invitado de la Universidad Carlos III y autor de El imperio frente a la diversidad del mundo.
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