Cae el tirano
En las últimas tres décadas, Sadam Husein ha sido un cruel tirano para el pueblo de Irak y una amenaza permanente para los países vecinos. Aunque Estados Unidos no pareció descubrirlo hasta agosto de 1990, cuando Sadam invadió Kuwait, este personaje ha sido uno de los más siniestros líderes políticos del planeta en el último tramo del siglo XX y el alba del XXI. Sus manos están manchadas con la sangre de miles y miles de iraquíes -kurdos, chiíes y suníes-, iraníes, kuwaitíes y otros. Así que su captura por fuerzas militares norteamericanas en un escondite de su zona natal de Tikrit es un alivio y una alegría para todas las personas de bien, y así fue saludada ayer por partidarios o detractores de la guerra librada contra Irak por George W. Bush y sus más incondicionales seguidores.
Con la detención de Sadam, el mundo puede ser mejor si se cumplen algunas condiciones. La primera es que nunca más EE UU y los países democráticos apoyen por razones coyunturales a déspotas de esta calaña como hicieron con Sadam cuando se trataba de contener a la revolución islámica iraní. La firmeza frente a violadores tan ominosos de los derechos humanos no puede conocer ningún doble rasero. La segunda condición es que el dictador tenga un proceso justo, transparente y con todas las garantías legales para su defensa. La alegría por la captura de Sadam no debería traducirse en un juicio expeditivo que culmine con una ejecución sumaria. Un organismo como los tribunales penales internacionales creados ad hoc por Naciones Unidas para los crímenes en la ex Yugoslavia o Ruanda -o quizá los futuros tribunales de un Irak soberano y democrático- deberían ser los encargados de juzgar y, en el caso de que sea declarado culpable, condenar y castigar a Sadam de acuerdo con normas internacionalmente aceptadas. Se sentaría así un precedente tan importante como los actuales procesos en La Haya contra Milosevic y otros presuntos criminales de guerra de la ex Yugoslavia.
Al igual que la victoria militar estadounidense frente al Ejército iraquí estaba cantada, también era una mera cuestión de tiempo la captura o muerte de Sadam. No obstante, su materialización constituye una de las mejores noticias, si no la mejor, producidas en Irak desde el pasado marzo. Pero la mayor potencia militar de todos los tiempos ha necesitado siete meses de ocupación de Irak para localizar a un Sadam derrotado, envejecido y escondido en una madriguera, en un país llano, semidesértico y sin esas difíciles montañas que permiten a Osama Bin Laden camuflarse en las lindes entre Afganistán y Pakistán. Eso y la dura resistencia que oponen a la ocupación grupos de iraquíes de diversas tendencias políticas evidencian que la situación iraquí es mucho más compleja y envenenada de lo que imaginaban quienes planificaron en Washington esta guerra.
Es indudable que la detención del dictador supone una gran inyección de moral para las tropas de EE UU y sus aliados y un serio golpe para los sectores sadamistas y baazistas de la resistencia iraquí. Ahora es más factible la pacificación de Irak, su recuperación de la soberanía y su democratización. Se ha eliminado una pesada hipoteca. Terminado el pulso personal de los Bush con Sadam, que arranca de la invasión de Kuwait, y satisfecho uno de los objetivos estadounidenses en esta campaña -otros como el descubrimiento de armas de destrucción masiva o de vínculos entre Sadam y Bin Laden y el 11-S siguen en el limbo-, la superpotencia puede respirar más tranquila. Así lo hizo ayer y con euforia, a través, entre otras, de una declaración de Bush. Lo ideal sería que EE UU aprovechara este respiro para que también el resto del mundo democrático, que se alegró unánimemente por la caída de Sadam, pueda cerrar lo antes posible las divisiones, las angustias y la mortandad generados desde hace un año por el conflicto iraquí. Y esa imprescindible cicatrización no va a conseguirse con gestos como la reciente prohibición impuesta por Washington a la participación en el negocio de la reconstrucción de Irak a Francia, Alemania y Rusia.
Chirac y Schröder fueron ayer rápidos en felicitar a un George W. Bush que tiene una nueva ocasión de estrechar la mano tendida por la vieja Europa. La gran noticia de la detención de Sadam debería servir para que partidarios y detractores de la guerra aborden unidos y con urgencia la colocación del caso iraquí bajo el control de la ONU, con un programa y un calendario claros y consensuados para el nacimiento de un Estado democrático en la antigua Babilonia que pueda hacerse cargo del ejercicio de su soberanía. Sin la pesadilla que suponía un Sadam en fuga, los iraquíes están a partir de hoy en mejores condiciones de ser dueños de sus destinos.
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