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Formas necesarias y juegos prohibidos

Cuando el Gobierno vasco presenta la propuesta del Plan Ibarretxe está en su derecho. Es un disparate la legitimidad política en la que lo basa, la de un pueblo definido desde los albores de la historia; es, además, nefasto el objetivo que pretende alcanzar, pues se trata de un gravísimo atentado contra la convivencia ciudadana en España y en Euskadi. Pero cualquiera, y desde luego cualquier gobierno o parlamento autonómicos, puede plantear las propuestas políticas que quiera.

Pero si hay libertad de propuesta, no la hay de procedimiento. Hay una sola vía abierta: la que establece la Constitución, también para tramitar la propuesta del Plan; la vía diferente que la propuesta pretende para que ésta se apruebe está fuera del sistema jurídico actual. También para saltarse las normas de procedimiento, y para establecer otras, basadas en última instancia en lo que decida de modo unilateral la comunidad autónoma, y no la comunidad española, de la que todos los vascos somos parte, habría que modificar previamente el procedimiento vigente, que es el marcado por la Constitución y el Estatuto.

No creo que pueda ser objeto de debate razonable algo tan claro como que el Plan Ibarretxe coloca al País Vasco fuera de la Constitución. Ésta quedaría derogada en Euskadi, aunque siguiera vigente, bien que mutilada, en el resto de España. Pero ninguna modificación -transformadora, derogatoria o territorialmente segregadora- de la Constitución está excluida de la vía constitucional: todo puede ser propuesto dentro de las posibilidades que la Constitución abre. Aunque, para pasar de la Constitución a su modificación y, más aún, a su derogación total o parcial, las vías sólo son las constitucionales. O las de la rebelión.

Pero la necesidad de guardar las formas no es sólo algo que habrá que exigir al que presenta el Plan, sino también al que se opone. No se trata de que haya que buscar una equidistancia (término puesto de moda ahora), sino de que el Derecho debe garantizar la imparcialidad. Para mí es claro que, como dice el Gobierno central, la vía que ha puesto en marcha el Plan es un burdo fraude de ley; pero, también para denunciar este fraude, debemos ser jurídicamente correctos. Porque también es un fraude de ley crear tipos delictivos dirigidos contra las máximas autoridades de una comunidad autónoma, despreciando el procedimiento constitucional previsto para la creación de leyes. E, incluso, apelar al Tribunal Constitucional para oponerse a que se plantee el debate parlamentario sobre el Plan Ibarretxe. La imparcialidad exige que nos opongamos por igual a la utilización de procedimientos jurídicos incorrectos por los que defienden el Plan Ibarretxe y por los que se oponen al mismo.

Pero, además del argumento formal, contra la oposición planteada por el Gobierno central existe otro, el de la eficacia política. Hay una exigencia práctica para todo el que, desde un poder cualquiera, pretende tomar una iniciativa: debe calcular la respuesta previsible del contrario y, a partir de ahí, la posibilidad de mantener su propia decisión. Tiene algo que ver con un manejo elemental del juego del ajedrez: hay que calcular, simplemente, cuál es el movimiento previsible del contrario en respuesta del nuestro. Si el Gobierno central pretende imponer cinco años de cárcel a los miembros del Gobierno vasco si siguieran adelante con su fraudulento referéndum, ¿cómo se lleva a cabo esto? y ¿qué efectos perniciosos se puede esperar razonablemente que se produzcan?

Hasta ahora he mantenido que el procedimiento jurídico debe ser imparcial y que, tanto para afirmar el Plan Ibarretxe como para oponerse al mismo, se debe aplicar ese procedimiento, denunciando cualquier fraude de ley; que, en todo caso, la utilización de una vía jurídica debe prever siempre las respuestas políticas y sociales que puedan afectar a su eficacia o su ineficacia. Queda abierto un último tema: cómo el Plan tiene consecuencias perversas para la afirmación de una sociedad de ciudadanos, pero también cómo una oposición extravagante puede incrementar, y no disminuir, estas consecuencias perversas.

El Plan propone el "Estatus de Libre Asociación". Es una fórmula en la que ni siquiera las mayúsculas son inocentes: al principio emplea términos que parecen sinónimos: menciona así Estatus y Régimen. Pero luego el término "Estatus" sugiere una posición intermedia entre Estatuto y Estado. En realidad lo que se pretende es que el nuevo Estatuto sea la norma fundamental de lo que se titula Comunidad Vasca para constituir un "Estado Libre Asociado"; pero para pasar de un "Estatus de Comunidad Autónoma" a un "Estatus de Estado Libre Asociado" es imprescindible, "tertium non datur", o la rebelión o el cumplimiento del orden constitucional. Y la consecución de un Estado Libre Asociado no supone necesariamente, hoy, la secesión, pero sí la aceptación de una legalidad según la cual el ejercicio de la secesión queda al arbitrio unilateral de ese Estado Libre Asociado.

Ahora me manifiesto expresamente como vasco no nacionalista. Entiéndaseme (imperativo sobresdrújulo incluido, para más énfasis): hay dos posiciones que se formulan fuera de mi País vasco, y que son variantes mediante las que se claudica ante la rebelión. Una es la respuesta "si quieren irse, que se vayan", olvidando todo el proceso de convivencia mediante el cual se construyó el régimen autonómico. Otra es la chulería "para libre asociado hace falta otro socio, también libre asociado, pero conmigo que no cuenten". Pues aquí estamos nosotros, para pedir que no peguen patadas al nacionalismo... en nuestro culo.

Al romper la Constitución, el Plan rompe la convivencia, precisamente en el momento en que ésta ha desembocado en su mayor y mejor cumplimiento democrático. España, como unidad social y cultural, ha sido una construcción histórica, en la que han participado, mucho, los vascos del hoy País Vasco y de Navarra. Y el Estado español es el resultado histórico de un proceso político colectivo cuyos penúltimos pasos fueron los de superar el antiguo régimen y establecer la modernización y la democracia. Dura y prolongada batalla, la de España -sociedad y Estado- contra el absolutismo, contra el carlismo; después, contra la mitologización de las esencias patrias que los nacionalismos han traído consigo; y, desde luego, contra la criminal simbiosis que formaron la reproducción del proyecto antidemocrático, el tradicionalismo, el nacionalismo español y el fascismo: lo que fue el franquismo. Los últimos pasos han sido los que nos han llevado a la aceptación de que pactábamos una estabilidad, nos constituíamos, esto es, aceptábamosuna Constitución como solución estable de nuestra dura historia.

Pero al romper la Constitución y el Estatuto, el Plan rompe también la convivencia dentro de nuestra comunidad y nuestra autonomía vascas. No es que el nacionalismo haya sido la referencia histórica de los vascos, ni en Navarra ni en las tres provincias vascongadas. Por el contrario, es una movilización defensiva frente al cambio demográfico, a la industrialización y a la pérdida de la tradición rural. Pero manifiesta el principal problema que tenemos los vascos: el de una sociedad con alto grado de identidad y, al mismo tiempo, mínimo grado de vertebración. Por eso, con la Constitución y el Estatuto, pactábamos un imprescindible acuerdo de integración, nos constituíamos, esto es, aceptábamos una Constitución y un Estatuto, como solución estable para conseguir la vertebración.

Cualquier jurista sabe que para romper un pacto constitucional y federal hace falta mucho más que una mayoría circunstancial, pues ésta depende de veleidades de la opinión, pero impide la marcha atrás, mientras que la Constitución afecta a la estructura de la convivencia. En nuestro caso habría que añadir más: no es correcto siquiera utilizar la expresión "veleidades de la opinión" para referirse a la eventual opinión cambiante de una parte de los ciudadanos vascos, que están sufriendo el chantaje de la violencia y que, con la esperanza, o mera ilusión, de que desapareciera, podrían apostar por la claudicación. La defensa de la Constitución es por eso una obligación política. Pero no añadamos al mal del Plan de Ibarretxe el mal de una torpe oposición al mismo. Se trata, en suma, de la defensa jurídica y política de la convivencia española, de la convivencia vasca y de la lucha contra la violencia.

José Ramón Recalde fue consejero socialista del Gobierno vasco.

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