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Columna
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El camarote marxiano para la nueva UE

Andrés Ortega

El Consejo Europeo alumbrará o abortará, el próximo fin de semana, una Constitución Europea o, más correctamente, un Tratado Constitucional. Todas las miradas están centradas en el pulso sobre el sistema de votación en el Consejo. Con serlo, no es lo más importante de la nueva arquitectura institucional que, si se aprueba tal cual, llevará a situaciones dignas del camarote de los hermanos Marx. El riesgo hoy, tras la Convención y las rebajas y los cambalaches en la Conferencia Intergubernamental, es que, sin que se tenga clara una idea de cuál debe reemplazarlo, se rompa un esquema institucional original, pensado para seis que se ha estirado a 15 y no sirve para 25 miembros y nuevos cometidos.

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Se va a crear un ministro europeo de Asuntos Exteriores con un pie en el Consejo y otro, como vicepresidente y caballo de Troya, en la Comisión, lo que rompe el equilibrio institucional. Se le suma un presidente del Consejo Europeo -justificado en la continuidad frente a la presidencias rotatorias (pero éstas se mantienen de un modo aún más complicado para los consejos ministeriales)-, que competirá con su propio ministro en cuanto se percate de cómo se logra notoriedad. Y ambos rivalizarán con el presidente de la Comisión que, además, tendrá que lidiar con un colegio superpoblado, si se garantiza a cada país (es decir, a 25) un comisario o, peor aún, si los grandes conservan dos, lo que llevaría a una mesa con 35 comisarios más el ministro de Exteriores. No hay trabajo para tantos, con lo que muchos no tendrán otra cosa que hacer que conspirar, con posibilidades de éxito si el colegio de comisarios mantiene la mayoría simple en sus decisiones. Volver a la fórmula emanada de la Convención -15 comisarios, es decir, 10 menos que el número de países-, llevaría a un órgano auténticamente supranacional.

Junto con un derecho sin policía (aunque ahora con multas) y la soberanía compartida, la Comisión Europea es el invento más original de este nuevo objeto político, identificado pero no fijado ni nombrado, que es la Unión Europea. Es la piedra de toque del proyecto, la tejedora del interés general europeo, garantía de los países pequeños frente a los grandes, con el instrumento básico del monopolio en la presentación de propuestas legislativas: puede presentarlas, cambiarlas y retirarlas en cualquier momento antes de que vote el Consejo de Ministros (y posteriormente el Parlamento Europeo), que son los que deciden, cada vez más por mayoría cualificada, lo que refuerza la importancia de ese monopolio que, sin embargo, se va erosionando.

La Comisión Europea se está convirtiendo en mera intendente del Consejo. Su erosión viene de la convulsión del Tratado de Maastricht, en 1992, en un deslizamiento del poder desde esta institución hacia el Consejo, hacia lo intergubernamental. Bien es verdad que, llegada a este punto en su historia, tras la moneda única y el Banco Central, la integración europea empieza a pinchar en los huesos más duros de la soberanía nacional: el gasto público, los impuestos y el Ejército. Ésta puede ser la razón principal de que los Gobiernos estén dispuestos a ejercer más en común su soberanía en estas materias, pero no a cederla.

Pero la Comisión, que no ha vuelto a tener un buen presidente desde Delors, tiene también una parte de culpa en su propio declive. No ha sabido utilizar y gestionar con tacto y transparencia sus competencias. Así, Schröder tiene suficientes problemas internos para sacar adelante unas reformas que a todos interesan pues abren la vía a la recuperación económica alemana, como para que le tiren de las orejas desde Bruselas por incumplir en materia de déficit público. En esto, aunque haya tapado otras cuestiones, la Comisión se ha equivocado de estrategia. Haría bien en releer lo que señala el rey de El principito de Saint-Exupéry: A los astros sólo hay que darles órdenes razonables, que puedan cumplir.

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