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Reportaje:EQUIPAJE DE BOLSILLO

El sueño del Nobel

Querido Javier -me confesó hace un par de días Ramón, que hace sólo unas semanas se inició con entusiasmo en el oficio de novelista-, perdona si esta mañana me encuentras un poco excitado pero tengo razones para estarlo. Fíjate, ayer noche soñé nada menos que me daban el Nobel de literatura y que acudía a Estocolmo a recoger el premio vestido con un traje de pana negro, una boina encasquetada hasta las cejas y un garrote de madera de teca. Al fin y al cabo, ése ha sido siempre durante muchos años el uniforme de mis mayores y yo soy de los que siempre han pensado que quien a los suyos parece, honra merece. Imagínate pues a tu amigo en el Concert Hall Estocolmo, con un grueso traje de pana a propósito para resistir el duro cierzo de la tierra, una boina negra con su correspondiente pirulí calada hasta las cejas y un bastón para calentar a quienes no piensen como nosotros.

-¿Y no te hubiese sentado mejor una de esas enormes boinas que los hombres que habitan en los países del verde reuma utilizan a modo de paraguas?

-No, no, la boina era una de esas que se cierran inmisericordes alrededor de la cabeza, que se ajustan al cráneo y que actúan a modo de funda cerebral que impide la libre circulación de ideas. En mi sueño lo vi todo muy claro. Pude ver al brillantísimo Concert Hall de Estocolmo vestido de gala, presidido por el rey Carlos Gustavo de Suecia, con un uniforme deslumbrante y el pecho cubierto de condecoraciones a la buena conducta. Pude ver asimismo a su distinguida esposa, la reina Silvia, con un hermosísimo traje de satén rojo y sus dos hijos, Magdalena y Car Philip, que fueron quienes asistieron a la ceremonia de la entrega en el año 2002.

-¿Y dónde estabas tú en ese sueño?

-Sentado entre los doce galardonados, en el fondo del inmenso salón, en una especie de altillo con dosel. En un momento determinado sonaron los clarines y alguien empezó a leer con voz solemne la lista de los premiados. Me consumía la impaciencia y enarbolé el garrote por encima de mi cabeza, pidiendo que leyese con más rapidez.

-¿Por qué tantas prisas?

-Tú sabes que mi apellido empieza con Z y que, cuando se trata de leer una lista por orden alfabético, casi siempre es el último en ser leído. Eso, obviamente, es grave y puede tener graves repercusiones sobre la salud. Las personas con un apellido con la inicial comprendida entre la V y la Z tenemos el doble de posibilidades que los demás de sufrir úlceras de estómago e incluso de padecer del corazón.

-Un momento, un momento -le interrumpí para sacarle de sus casillas-. ¿Tú crees que tienen corazón los matracos que llevan esas feroces boinas caladas hasta las cejas y que se sirven de un garrote para sacudirle de vez en cuando el polvo al vecino?

-No, no te burles, porque lo que te estoy diciendo es muy serio -protestó-. No me lo invento yo, lo aseguran los médicos. La angustia de estar esperando que se pronuncie nuestro apellido acaba por producirnos un estado de ansiedad indescriptible. Es un daño que se inicia ya en la edad escolar, aunque entonces nadie lo advierta.

-Continua con tu sueño -le pedí-. Quiero saber qué pasó luego.

-Pues eso, que aquel individuo leía con demasiada parsimonia la lista de galardonados, que la espera se me hizo interminable y que para dar a entender a todos los presentes mi impaciencia me pareció que lo mejor era sacudirle un garrotazo a uno de los preciosos jarrones de porcelana china que tenía a mi derecha. Aquélla fue una buena idea porque todos los que asistían a la entrega de premios supieron por fin quién, modestia aparte, quién era el verdadero protagonista de la ceremonia. Incluso la reina se dignó envolverme con una mirada celestial, que parecía descender directamente desde el paraíso, animándome a que le contase, aunque fuese mentalmente, el argumento de la novela que estoy escribiendo en mi refugio de Veruela y que pienso tener acabada antes de que termine el año.

-¿Y de qué va esa novela? ¿Puedes contármelo también a mí, que soy tu amigo y posiblemente el único admirador que tienes en este mundo?

-Es un tema muy delicado -me confió, bajando el tono de voz y lanzando una temerosa mirada circular, para asegurarse de que nadie nos estaba espiando-. No escribo sobre nuestra guerra civil, ni siquiera sobre los nietos de quienes sufrieron aquella sangrienta guerra, porque me parece que ése es ya un tema obsoleto. Lo que analizo (y procuro hacerlo con guantes de seda) son los problemas de un chico que empezó a fumar a los siete años acosado por sus trastornos amorosos.

-Cuéntame ahora cómo terminó el sueño -le pedí-. Me tienes en ascuas.

-Acabó, obviamente, justo en el preciso instante en el que me desperté. Ahí acaban infaliblemente todos los sueños. Pero te diré todavía otra cosa: apenas acabé de contarle el argumento de mi novela a la reina Silvia, aproveché la oportunidad para reclamar públicamente al gobierno la exención fiscal para el millón y pico de euros que acababan de concederme. No es que me importe demasiado el dinero, tú sabes que me sobran los millones, pero, al fin y al cabo eso es lo que el año pasado consiguió del Parlamento húngaro el escritor Imre Kertész. ¿Por qué vamos a ser nosotros menos que los húngaros?

FERNANDO VICENTE

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