Querrán ponerle nombre
En su hermosísima lucha por mantener la ilusión que marcó su vida, cuando ya se acercaban los últimos momentos de su tiempo definitivamente truncado, esta mujer hablaba aún de la actualidad que nos cerca. Y consiguiendo del fondo del corazón que le sostuvo algunas palabras que no quiso desperdiciar, comentó el instante que vivimos con la misma preocupación que hay en su obra. "No hay que temer a las palabras, hay que llamar a las cosas por su nombre". Hablaba de los modos que se ven, en la sociedad y en la política, y concluyó precisando ella misma las palabras que quería ver claramente expresadas, en la prensa y en los libros: "Eso es fascismo. Hay que decirlo así".
Cuando ya no le quedaba sino el aire final que le dio ánimos para animar ella misma a los que tuvo alrededor, en el Senado español se celebraba este último lunes un homenaje a los que fueron víctimas del franquismo, y ella hubiera apresado ese instante como una consecuencia más de su libro más comprometido con las cosas en las que creía: La voz dormida, donde mujeres que fueron exactamente víctimas del fascismo que produjo y ganó la Guerra Civil le contaron a ella, a viva voz y en primera persona, una tragedia que hasta que ella le puso voz estuvo dormida para todos.
No fue ésa sino la consecuencia más visible de su compromiso contra el fascismo y contra toda impostura abyecta del poder, a favor de la solidaridad y de la gente. Ella abanderó, con otros, la lucha popular contra la más reciente de las guerras, la guerra de Irak, fue a Bagdad como escudo humano y fue quien, con José Saramago, leyó en la Puerta del Sol aquel manifiesto antibelicista en el que los dos escritores se prometieron a sí mismos seguir siendo "las moscas cojoneras" del poder.
¿De dónde le venía ese coraje civil? De la historia y de la poesía; de haber escuchado la historia de los perseguidos y de haber alimentado muy íntimamente un vocabulario poético de fuerza singular, intuitiva, independiente, desgarradora. En la poesía de Dulce Chacón está, primero que nada, la vibración de lo que fue luego su obsesión narrativa: la gente tiene voz, está dotada de palabras que vienen del alma, a las palabras no hay que tenerles miedo. La voz dormida fue la consecuencia de esa actitud poética: era la puerta por la que ella daba entrada a los que habían perdido.
Un día, muy poco antes de morir, compartía risas con su amigo el poeta Julio Llamazares, hasta que cesó de reír y dijo: "¡Ay, cuánto me duele mi dolor!". Y volvió a reír como si le quitara así espesor a su sufrimiento. Reía para calmar a los otros. Y dejó alegría, no puede dejar tristeza una mujer así.
Babelia
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