Una mujer sola frente a la ventana
Tomé el puente aéreo de regreso a casa con el cuerpo hecho trizas y el espíritu maltrecho. Había trasnochado, y no estaba en las mejores condiciones para leer, pero los aviones me aburren y saqué el manuscrito. Como todo editor barcelonés que se precie, la estancia en Madrid había terminado con el ofrecimiento de rigor: una novela inédita de un escritor desconocido con el que uno se ha tropezado por pura casualidad.
Comencé, pues, a leer por hacer algo, incómodo en el estrecho asiento, pero al cabo de no muchas páginas me desperté de golpe y se me pasaron todos los dolores porque aquel manuscrito no era la acostumbrada sosez impublicable, sino que estaba vivo. Había llegado a la escena en la que la protagonista de Algún amor que no mate se acerca a la ventana de su piso, mira a la calle, solitaria, reflejo de su propia soledad, y sufre un ataque desgarrador y callado de tristeza.
Después he leído muchas páginas vivísimas de Dulce Chacón, pero aquel impacto que me produjo esa breve escena me quedará especialmente grabado porque tenía el sello que marca al narrador: la capacidad de, con cuatro palabras comunes, hacer que vivan en la mente del lector las historias y los personajes que el novelista ha imaginado.
A Dulce la conocí por azar, tal como ella contó en este mismo periódico hace unos años, formando parte de unos de esos grupos que se unen para tomar una copa y disfrutar de una conversación, siguiendo una de las mejores tradiciones madrileñas.
Todos habíamos estado en la recepción que el Rey ofrece el Día del Libro, y nos juntamos varios periodistas, escritores y editores, entre ellos Javier Rioyo (él fue el cemento del grupo) y Manuel de Lope y su mujer. Una de las periodistas contó una historia que dio a la velada un tono jamesiano que marcó la noche. También vino Dulce Chacón, una mujer grande de ojos enormes y negros, pelo muy negro y cálido acento extremeño. La acompañé a su casa y me pidió un favor: "Hecho", le dije. Y me dijo que esperase y que iba a darme algo. Era el manuscrito, el primero de una larga serie de manuscritos suyos que leería y en algunos casos publicaría en los siguientes años.
Después siguieron dos novelas también de tono intimista, acerca de los infortunios con que obsequia la vida moderna a las parejas que tratan de vivir historias de amor. El amor siempre mata, vino a decir José Saramago el día que presentó aquella primera novela en Madrid. De eso hablaba Dulce en aquel primer libro y también en Blanca vuela mañana (1997) y en Háblame, musa, de aquel varón (1998). Del amor que mata y del amor soñado, ese que si existiera no mataría y que Saramago le discutía que pudiese existir.
Dulce lo encontró, no solamente el amor fraterno (que lo disfrutó como pocas personas) o el materno-filial (que lo vivió con sus críos, ahora ya tan mayores), sino también el más difícil, el conyugal, en un segundo matrimonio que ocurrió porque en su vida hubo un ángel, un hombre que la quiso como pocos pueden querer.
Yo la traicioné: su trilogía la publiqué en Plaza & Janés (que luego dilapidó el tesoro que había encontrado) pero mi asendereada vida profesional me obligó a abandonarla en un sello donde ya no la querían, como si fuera uno de sus personajes. Pero luego me redimí, y la animé a presentar al Premio Azorín (lo ganó) su siguiente libro, un giro extraordinario en su obra, pues Cielos de barro es una tragedia faulkneriana, la visión valiente de los hechos de la Guerra Civil en su propio pueblo, que ella se atrevió a escribir sin miedo al rencor aún vivo (quiero decir sin naftalina, creo que me explico con claridad) que esas historias despiertan en las pequeñas localidades españolas. Así que arrastré a la pobre Dulce a Planeta, como a otros amigos los llevé, en mi itinerancia editorial, a Destino o donde fuera, los pobres no se lo merecen.
Y finalmente, cuando Amaya Elezcano, mi directora editorial en Alfaguara, donde yo hago sólo autores extranjeros, me contó que estaba hablando con ella de la publicación de su siguiente libro, La voz dormida, vi que de nuevo iba al menos a encontrarme muy cerca de su nueva aventura editorial, la que serviría para su consagración definitiva.
Para La voz dormida se pasó años conversando con mujeres que habían padecido los dramas de la posguerra, una forma diferente de soledad, más épica, pero también íntima. "Me están contando historias preciosas, esto tendría que ser una novela", me dijo un día por teléfono cuando le pregunté qué hacía. Luego, construyó su libro. Los escribía palabra a palabra, quiero decir que era muy lenta y sopesaba cada vocablo a la manera de los poetas, no tenía el apresuramiento de muchos novelistas. Y eso se notaba al leer, ese cuidado. Se notaba eso, y saltaba de la página esa capacidad suya de hacer vivas sus historias, con palabras comunes. Dulce Chacón vivirá en sus libros, que la perdurarán.
Enrique Murillo es editor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.