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El trabajo de la memoria

No me ha sido fácil leer Yo, Augusto, el libro de Ernesto Ekaizer sobre Pinochet. Ocupé muchos años de mi vida en hablar de este hombre, en detestarlo y resistir lo que significaba, sin sospechar siquiera el rol que me cabría en devolverlo a Chile y que me ligaría de una manera muy directa a él. Como millones de chilenos, padecí directamente la brutalidad de su régimen. Nunca lo conocí personalmente, y aunque lo que me correspondió hacer fue estrictamente una función de Estado, he sentido siempre un cierto alivio al pensar que, si bien las circunstancias me obligaron a tenderle una mano, nunca me obligaron a estrechársela. Y, tras cumplir con la misión que me encargara el presidente de la República, Ricardo Lagos, de devolverlo al país desde Inglaterra, no ya para protegerlo, sino para que fuera juzgado por los tribunales chilenos -ésa era la transformación que se había producido en el país durante su encarcelamiento en Londres-, decidí no pensar más en él.

Sin embargo, dos caminos hacia la historia del Chile de Pinochet permanecieron abiertos y constantes en estos años. El primero fue el del intenso interés por los estudios sobre el tema de la memoria, el segundo fue el libro de Ernesto Ekaizer.

Por la primera vía, intenté comprender cuáles son los tiempos que requiere una sociedad para recordar y actuar sobre su memoria. ¿Cuándo una sociedad decide recordar y por qué lo hace? O, lo que es lo mismo, por qué una sociedad no quiere recordar, y qué factores la llevan a iniciar el proceso de memorizar. La Francia de Vichy, la Alemania nazi, la historia del holocausto como fenómenos de memoria, y al contrario, el pacto por la amnesia de la dictadura de Franco, fueron mis lentes para observar a Chile, una sociedad donde los juicios al pasado se multiplicaban, donde los trabajos de investigación periodística florecían y en la que el trabajo de la memoria -para usar la expresión de Paul Ricoeur- comenzaba a desarrollarse gracias al esfuerzo de seminarios y estudios dedicados al tema.

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El segundo camino fue el abierto por las larguísimas conversaciones telefónicas con Ernesto Ekaizer, quien en un paciente y exhaustivo interrogatorio de cada detalle me obligó a recordar las pasiones, temores y dilemas que enfrenté como ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno del presidente Eduardo Frei, en ese año de 1999.

Hay algunas paradojas de la memoria en las que este libro me ayuda a pensar. La primera es que no se puede recordar el presente. Es decir, una sociedad necesita realizar un corte en el tiempo, necesita poder llamar "pasado" a un conjunto de hechos para poder "recordarlos". Y eso es particularmente notorio cuando lo que se recuerda es el trauma más profundo que ha vivido una sociedad. Y eso fue Pinochet para Chile.

En realidad, desde los últimos años de la dictadura, la sociedad chilena, con sus propias fuerzas, o más bien dicho, con la fuerza de los familiares de las víctimas, de sus defensores y amigos, había ya iniciado la lucha de la justicia contra la impunidad, y de la memoria contra el olvido. Gracias al coraje personal de algunos jueces y periodistas, y al apoyo moral de todos los que de una manera u otra se oponían a la dictadura, se logró abrir procesos en los tribunales y denunciar violaciones y atropellos. Pero lamentablemente terminaban en la remoción de los jueces, el cierre de las revistas, el encarcelamiento de los periodistas o el traspaso de las causas a la justicia militar. La salida de Pinochet de la comandancia en jefe del Ejército permitió que poco antes de su viaje a Londres la Corte Suprema admitiera la primera querella criminal contra el dictador.

Pero la sociedad chilena seguía secuestrada por su pasado, y la política avanzaba haciendo cálculos para evitar el estallido del trauma. No dudo que el camino estaba abierto y que los espacios de la justicia y la verdad parecían ensancharse lentamente, pero se requería de un hecho mayor para que la sociedad chilena rompiera lo que José Donoso llamó "el denso y tupido velo".

Y eso fue la detención del general Pinochet en Londres. Hoy no podemos desconocer que la orden del juez Baltasar Garzón y la decisión de los jueces británicos contribuyó decisivamente a operar el corte en el tiempo psicológico de los chilenos y a abrir un nuevo espacio de la conciencia, un estadio distinto de relación con los acontecimientos vividos, es decir, un nuevo presente. Chile se pudo contemplar por televisión, contado por otros, y logró apreciar así no solamente el carácter intolerable de su pasado, sino también que era posible actuar sobre él, porque Pinochet y su dictadura era ya un "pasado" y no un "presente".

Con ello se daba, me parece, una segunda paradoja: que la transformación del presente en pasado requiere de un cierto olvido. La memoria necesita, como ha dicho Ricoeur, de un "olvido de reserva". No del olvido destructor, o de la amnesia, sino del olvido que preserva, de una latencia que define la traza psíquica de los recuerdos, los que, conservados en alguna parte, pueden resurgir ante un estímulo. Siguiendo a Heidegger y a Bergson, Ricoeur llega a afirmar que sin alguna forma de olvido no hay memoria. Y una vez que está ahí, la memoria es para algo: invoca necesariamente un juicio.

Para la inmensa mayoría de los chilenos, la memoria de los crímenes de la dictadura era un trauma que demandaba una negación. Y para los gobiernos democráticos, enfrentarse al pasado requería antes que nada la reconstrucción de las instituciones democráticas, la reconstitución de un clima de respeto a la ley, de un orden que pudiera, en algún momento, enfrentar el pasado sin reproducir la ruptura. A ello se debe que los tiempos de la memoria no fueran los mismos de la política.

Una transición a la democracia, medida como un proceso de reconstrucción institucional, coexiste, pero no sigue los mismos tiempos de la reconstitución moral de una sociedad. Por eso, fue siempre la voluntad de reconstruir la "estabilidad institucional" del país la que llevó a los primeros gobiernos democráticos a eludir, o directamente a resistir, el conflicto que fatalmente generaba la necesidad de justicia. Desde el inicio del triunfo democrático en el plebiscito de 1988, sus esfuerzos estuvieron orientados a reconstruir el Poder Judicial, como el locus donde el conflicto moral con que convivían los chilenos, debía -algún día- resolverse. Fue una característica de la transición chilena el pensar que en una república en forma no era al Ejecutivo al que le correspondía administrar justicia, sino al Poder Judicial. Ése fue el principio rector. Y a la luz de los años transcurridos, no puede desconocerse que ése era el camino a seguir.

En el momento de la detención en Londres, la Corte Suprema había admitido varias querellas contra Augusto Pinochet. En pocas semanas se multiplicaron y pasaron a incluir muchos de los casos más agudos de violaciones y crímenes del periodo militar. Pero el arresto en Londres señala el inicio de una lucha por la memoria. Y ésta es la última paradoja. Porque la memoria no es una. Y una sociedad tan dividida como la chilena tenía al menos dos. Su disputa se trasladó a los medios y a las casa de todos los chilenos. Cerca de un 30% de los chilenos habían apoyado al régimen militar, y entre ellos se contaban los sectores económicamente más poderosos de la sociedad chilena. Es indudable que el golpe del proceso de Londres abrió un camino ancho para el recuerdo de los más.

Por eso, la lucha por la memoria fue difícil. Y en ella acabó por vencer, sólo ahora, al cumplirse 30 años del golpe militar, la memoria que rescata los valores humanistas y democráticos de la historia política del país. Porque la historia de Pinochet que en este libro se relata es la de una larga traición. Pero es también la de una extensa lucha, tenaz y vigorosa, por hacer justicia y mantener viva la memoria.

Este libro es un esfuerzo soberbio de periodismo de investigación. El autor, situado como un observador que contempla, sin intervenir, una tragedia política, no opina ni califica, deja hablar a sus actores. Y al hacerlo captura un hecho esencial y que es lo que quizás más me ha impresionado: el cambio en la percepción que éstos tienen de las posibilidades y los umbrales de la política. Creo que este libro no lo podría haber escrito un chileno. Hay en él, a menudo implícita, una visión del mundo y de otros procesos como el nuestro, un aire de universalidad de esta historia, que nos permite contemplarnos con autenticidad y con una proyección histórica de la que careció una acción tan presionada por los hechos. Siento, como ciudadano, que Chile debe sentir una deuda de gratitud con esta obra.

Juan Gabriel Valdés fue ministro de Relaciones Exteriores de Chile en 1999; embajador de Chile ante las Naciones Unidas durante el Gobierno de Ricardo Lagos, y es, desde junio de 2003, embajador en Buenos Aires. Éste es un extracto del texto que leyó durante la presentación del libro Yo, Augusto, en Buenos Aires, el pasado 11 de noviembre de 2003.

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