Hacer el vaina
Zapatero unió su destino al de Maragall al asumir un programa improvisado de reforma generalizada del sistema autonómico en el que encajase la propuesta del PSC para Cataluña. La apuesta era arriesgada para un partido de izquierdas y con responsabilidades en el ámbito nacional. Sin embargo, la dirección socialista prefirió pagar un precio en ese ámbito antes de cuestionar la política que iba a conducir a Maragall a una victoria que se daba por segura. Ese precio se refleja ya en el último sondeo del CIS, realizado antes de las elecciones catalanas. Pero, tras ellas, es posible que sea un pago a cambio de nada; que los socialistas hayan perdido ambas cosas: credibilidad como alternativa nacional al PP, y la posibilidad de gobernar en Cataluña.
El candidato del PSC, que ya había ganado en votos en 1999, creyó que los adicionales que necesitaba para vencer también en escaños los sacaría del electorado de CiU ganando a esa coalición por la mano: levantando la bandera de la reforma del Estatuto -una hipótesis plausible, pero ni urgente ni con especial demanda social- aprovechando que Pujol tenía las manos atadas por su pacto con el PP. Como tantas otras veces, ello provocó una radicalización del nacionalismo genuino, que no podía quedarse atrás en fervor catalanista. Así, una oferta bastante artificiosa acabó generando su propia demanda: la de más nacionalismo.
El resultado ha sido que el nacionalismo radical crezca a costa del moderado y que el PSC no sólo no saque nada de ese granero sino que pierda parte de su electorado natural. La consigna de la España plural debería implicar el reconocimiento de que también Cataluña lo es. Pero la oferta se ha dirigido a dar satisfacción prioritaria al sector más catalanista. Es cierto que hubo un intento de última hora de recuperar los componentes socialdemócratas del mensaje. Pero su plasmación no dependía, como se dio a entender, de la reforma del Estatuto, sino de establecer unas prioridades diferentes a las de CiU. Si el desenlace es un Gobierno CiU-ERC significará que la política desplegada por el principal partido de la izquierda ha contribuido a que siga gobernando la derecha, con el agravante de que ahora lo hará con mayor acento soberanista. O sea, de manera más insolidaria respecto a la España desigual.
Maragall no ha engañado a nadie: incluso cuando las encuestas le daban amplia mayoría defendió la conveniencia de asociar a Esquerra a su proyecto. El independentismo es una opción legítima si se defiende pacíficamente; pero eso no obliga a facilitar la presencia de un partido de ese signo en el Gobierno de Cataluña. No es lo mismo gestionar un ayuntamiento -para lo que puede ser no sólo legítimo, sino conveniente, contar con partidos como Esquerra o Aralar- que la Generalitat; y más en un periodo fuertemente condicionado por la necesidad de hacer frente al desafío que supone el plan Ibarretxe.
Pero la cosa ya no tiene remedio: no se puede ignorar que la mayoría abrumadora del Parlamento respalda la reforma estatutaria. Lo único que puede hacer el PSOE es intentar que esa reforma se adecúe a los principios proclamados en Santillana: 1) que sea consensuada (y viable), lo que implica tratar de asociar al PP, que tiene la llave de su convalidación en las Cortes; esa llave no significa imposición exterior, como sostiene el nacionalismo, sino obligación de negociar: es una garantía contra iniciativas incompatibles con la coherencia del Estado autonómico; 2) que respete el marco constitucional, lo que implica renunciar a proyectos como el de un poder judicial propio y plantear la razonable reivindicación de un sistema de financiación más próximo al de vascos y navarros en términos compatibles con los equilibrios del sistema.
Con esas condiciones, el proceso podría incluso tener algún efecto positivo. Una reforma catalana respetuosa con las reglas de juego que culminase con éxito, en contraposición con un plan Ibarretxe abocado al fracaso por no respetarlas, podría ser la palanca necesaria para la reaparición en Euskadi de un nacionalismo autonomista, necesario para construir una alternativa realista al rupturismo soberanista. Pero para que tal cosa ocurra aún se requiere otra condición: que también el PP deje de hacer el vaina con iniciativas tan pueriles y sectarias como la que utilizó para reventar la Asamblea de la Federación de Municipios, y que tanta alegría producen en Ajuria Enea.
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