El gran fraude
Que una Constitución, como cualquier otro texto legal, está lejos de la perfección e incluso se parece más bien al mero apaño entre deseos contrapuestos y miedos que se cortocircuitan... es cosa sabida. Lo cual no la invalida ni poco ni mucho, sino que, por el contrario, apunta el camino por el que llegará a ser válida. No es una máquina perfecta que funciona sola, a despecho de nuestras pasiones, sino que exige tracción animal, quiero decir humana: es un yugo para los que quieren abrir surcos y sembrar juntos, algo que pesa, reúne e incita. Completamente superflua, sin embargo, para quienes sólo sueñan con dormir en el establo o con arramplar al menor descuido y cada cual por su lado con la cosecha ajena. Tal es la paradoja del asunto: la Constitución es fragua de ciudadanos, pero también es la determinación de los ciudadanos lo único que puede fraguar y refrendar su eficacia. De Maurice Sachs, escritor bohemio y perdulario, cuentan que cuando no tenía dinero ni posibilidad de afanárselo a los amigos solía llenarse los bolsillos con abundantes tiras de papel higiénico; de vez en cuando metía la mano, lo sobaba y apretaba, haciéndolo crujir, y comentaba que ese rumor vagamente billetesco le devolvía la confianza en sí mismo... De semejante modo, a veces los españoles palpamos la Constitución para tranquilizarnos cuando suena a efectivo de curso legal, olvidando que hace falta algo más que picardía y ocasionales sablazos para respaldar su valor.
Venticinco años después de su proclamación, lo que precisamente falta a la Constitución española es eso: un apoyo cívico decidido, político y argumentado. Que en algunos aspectos podría ser oportunamente reformada (el Senado, por ejemplo) es cosa evidente: pero lo más urgente no es ahora cambiar la Constitución para que se acomode a la realidad, sino corregir nuestra realidad para que se acerque de nuevo a los parámetros constitucionales. Porque es la realidad cotidiana la que se va haciendo inquietantemente anticonstitucional, mucho más de lo que pueda hacerse "irreal" la Constitución. Se pierde o atenúa en aspectos laborales, educativos, inmobiliarios, etcétera, la dimensión social que es desde el principio uno de los dos pilares de nuestro Estado de derecho (ya en el artículo primero de la Carta Magna se le reconoce como "social y democrático"), hasta el punto de que muchos ciudadanos -sobre todo jóvenes- se desvinculan con indiferencia de lo que sólo ven como una mentira piadosa en lugar de reivindicarlo como un solemne compromiso. Y sin duda está en grave crisis la propia idea de un país plural pero unido, radicalmente distinto de una yuxtaposición de guetos basados en etnias o ventajismos económicos, mientras la mayoría de los ciudadanos parecen haber olvidado que tienen derechos y deberes políticos respecto a todo su territorio y no sólo al lugar en el que ocasionalmente viven o han nacido. De las quiebras sociales del modelo constitucional en su aplicación cotidiana protestan, con mayor o menor acierto y contundencia, relevantes figuras de la intelectualidad progresista; por el contrario, en lo referente a la necesaria unidad nacional, hace décadas que reina una gran confusión e incluso se consiente el mensaje de que es una noción sospechosa, represiva, ultraderechista, etcétera, lo que ha ido convirtiendo a los nacionalismos disgregadores, insolidarios y excluyentes en opciones simpáticas y hasta beatificadas por lo políticamente correcto. Este conformismo ideológico, que tanto ha beneficiado a las fuerzas más anticonstitucionalmente regresivas, me parece el gran fraude perpetrado durante los últimos veinticinco años contra nuestra ley de leyes.
Ahora, ante el auge de los nacionalismos asilvestrados que pueden llegar a convertirnos en algo así como los Balcanes del oeste europeo y cuyo exponente más alarmante es el plan Ibarretxe, han prosperado entre quienes colaboraron en tal fraude dos posturas no menos fraudulentas. Primero fue el "no será nada", "no llegará la sangre al río", "sólo es un órdago con vistas electorales", etcétera. Para no reconocer que no vieron lo que se venía encima y que descalificaron a quienes se lo anunciaban, cuando lo tuvieron delante de sus narices prefirieron quitarle importancia. Después, una vez aclarado que lo del País Vasco es muy grave y lo de Cataluña bastante serio, ha llegado el nuevo dogma para esconder otra vez la cabeza bajo el ala: la culpa es de Aznar, que con su españolismo rabioso ha encendido el polvorín nacionalista cuya dinamita dormía pacíficamente bajo nuestros pies. No sólo lo dicen analistas chapuceros como López Agudín en El Mundo (el cual se pasó toda la campaña catalana profetizando el triunfo abrumador de Maragall y que ahora se apunta a esta nueva genialidad para seguir sin dar una en el clavo), sino personalidades menos caricaturescas. Sin duda se le pueden reprochar a Aznar y a otros dirigentes del PP muchas faltas de tacto y extremismos verbales de cara a la galería (así como un trato injusto a José Luis Rodríguez Zapatero, cuyo comportamiento institucional en estas cuestiones ha sido siempre discreto y leal a pesar de dificultades internas en su partido), pero todas han sobrevenido después de los planteamientos cada vez más descaradamente sediciosos del nacionalismo vasco a partir de Lizarra, no antes. No olvidemos que Aznar comenzó entendiéndose muy bien con Arzalluz y que siempre se las ha arreglado aceptablemente con Pujol; ni tampoco que las medidas que ha favorecido frente a Batasuna y el entorno mafioso etarra han producido un patente cortocircuito en el terrorismo, disminuyendo seriamente su operatividad y sus víctimas, así como la kale borroka. No ha suspendido ninguna garantía autonómica, pero ha aplicado todos los recursos legales para responder en la medida de lo posible a una deriva soberanista que los demás, por lo visto, recomendaban limitarse sólo a deplorar. Los reproches más serios que se le pueden hacer al actual Gobierno son de índole opuesta: por ejemplo, no haber impedido, como era su obligación, que culminase la supresión de hecho del modelo A (en castellano con el euskera como asignatura), una vergonzosa conculcación de los derechos civiles llevada a cabo por la Consejería de Educación vasca que indica de paso el clima de pluralismo que reinaría en el hipotético "Estado asociado" que pretenden imponer.
Tampoco parece que sea Aznar el culpable de que toda la campaña electoral en Cataluña se haya dirimido en el campo de las ofertas más y más nacionalistas -con el resultado lógico esperable-, ni de que la reforma del Estatuto, con el que es obvio que tan mal le va a la misérrima región, se haya convertido en la cucaña a la que compiten por trepar todos los mozos de la feria... rompiéndose uno que otro la crisma en el intento. Puede que ERC tenga la clave del próximo Gobierno de la Generalitat, aunque más bien parece que su única fuerza real proviene no de su reducido peso electoral, sino de la discordia entre los más votados: en cualquier caso, lo que resulta a todas luces excesivo es llamar "progreso" a la alianza estratégica con un partidario de que rompa la solidaridad con el resto de España la región que más se ha beneficiado de la unión del país, mientras sin sentido del ridículo grita "Visca Catalunya llibre!" con un trémolo que él debe creer parecido al de Garibaldi pero que más bien recuerda a Umberto Bossi, otro aspirante a "liberar" a las regiones ricas del peso de su responsabilidad con los compatriotas que contribuyeron a enriquecerlas. No por casualidad tiene en tan alta estima los parabienes de Ibarretxe, otro progresista de tomo y lomo... Ambos se enorgullecen de luchar por "pueblos pequeños" cuando en realidad lo que pretenden es empequeñecer a un pueblo grande.
Desde el País Vasco es ya difícil no ver sin cierto asqueado desánimo el crecimiento del fraude anticonstitucional. Lo más doloroso para algunos de nosotros es constatar cómo aquellos a quienes tenemos por más lúcidos se han lucido en este campo. De una persona tan inteligente y críticamente comprometida como el llorado Vázquez Montalbán (que además era tan español como Carmen Sevilla pintada en un calendario de la Unión de Explosivos) sólo conseguimos que apoyase a Madrazo... y regañase a Aznar, por supuesto. En la presentación de su reciente libro sobre la guerra de Irak, José Luis Sampedro recordaba el valiente dictamen de Martin Luther King: "Cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX, no nos parecerá lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas". ¡Lástima que a él mismo no le hayamos escuchado durante estos años sobre el tema vasco más que variaciones sobre los más agujereados tópicos pseudoprogresistas! ¿Cómo se puede tener tan buen criterio sobre lo que ocurre en el remoto Irak y tanto despiste sobre lo que pasa bastante más cerca? Por no mencionar la desoladora columna (Nacionalidades, EL PAÍS, 21 de noviembre) de mi admirado Juanjo Millás, en la que tras repasar todas las advocaciones posibles de una España del PP como un espanto del que huir recomienda no negar el pan y la sal a las opciones políticas votadas libremente por los ciudadanos...
En fin, para qué seguir. Y, sin embargo, tenemos que seguir: el próximo 13 de diciembre en San Sebastián, contra el chantaje político y el fraude anticonstitucional.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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