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Columna
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Callos madrileños

Vicente Molina Foix

En contra de lo que el título parece prometer, esta columna no trata de los nuevos electos que regirán la Asamblea de Madrid bajo el mando o manto de Esperanza Aguirre. Pero sí tiene un regusto político, pues la escribo tres días después de conocerse los sorprendentes resultados de las elecciones catalanas. Por cierto, que ya me gustaría que los escritores de la meseta hubiesen escrito tantas y tan pertinentes páginas sobre Barcelona como los catalanes han dejado a su paso por Madrid. De esa aguda mirada no recíproca a nuestra ciudad quisiera aquí ocuparme.

En un apunte de su espléndido dietario madrileño del año 1932 (recopilado en las Notas a Silvia), dice Josep Pla que una de las pasiones preferidas de Madrid es "hacer más que Barcelona, ser más que Barcelona". La razón que da no puede ser más pinturera; Barcelona habría sido siempre, según el escritor ampurdanés, una ciudad de placer y sensualidad, "una subespecie hedonística", y el potente erotismo barcelonés suscitaba la envidia madrileña, que en los 12 años trascurridos desde su primer viaje a la capital del reino hasta el segundo, recién instaurada la República, generó -a ojos de Pla- una transformación urbana y sensorial basada estrictamente en el "Ya verán los catalanes de lo que somos capaces también nosotros". Han pasado más de setenta años desde aquella ocurrente hipótesis de Pla, pero ojalá siguiese hoy Madrid (sus gentes, sus regidores, sus intelectuales) espoleada por Barcelona y tan atenta a lo que allí se cuece como hacia Madrid lo estuvo, entre otros grandes escritores catalanes, Manuel Vázquez Montalbán.

El gusto madrileño de Vázquez Montalbán tenía (como el de otro barcelonés también muy hincha de nuestra ciudad, Jaime Gil de Biedma) un fondo avieso y musical. Gil de Biedma disfrutaba mucho con la zarzuela, género del que se sabía de memoria estribillos enteros, a veces cantados por él mismo con una voz decente y otras introducidos perversamente en sus propios poemas. Lo de Manolo Vázquez era, como se sabe, el bolero y la copla, sin hacer ascos al chotis y al pasodoble, aunque su timidez le impidiese -al menos en las ocasiones en que coincidimos- interpretaciones en público. De Madrid a Manolo le fascinaba la pompa y el horror del Régimen, en vida de Franco y después, y aquí viajó a menudo, sobre todo durante la preparación del apasionante libro Un polaco en la corte del rey Juan Carlos. Nadie detectó (ni puso en tela de juicio) mejor que él las renuncias de la Transición, y es indicio de su gran talento narrativo el que algunos de esos vigorosos pronunciamientos se encuentren en sus novelas; por ejemplo, en las páginas de Galíndez que describen la relación amorosa de Muriel, la investigadora norteamericana, con el joven aparatchik socialista Ricardo. Para ella, el radical deseo de normalizar un país violento y traumatizado que muestran Ricardo y sus amigos progresistas madrileños (a costa de perder memoria histórica), implica el riesgo de que España acabe siendo "como un mapa blando, como un mapa deshaciéndose, como un reloj surrealista de Dalí".

Pero la curiosidad del escritor barcelonés por "las cosas de Madrid" no terminaba en los pasillos de la historia. Sentados a una mesa la noche del pasado 23 de julio, un grupo de comensales de Manolo Vázquez nos quedamos atónitos a la hora de pedir la cena en el magnífico restaurante Charolés de San Lorenzo de El Escorial. Estábamos allí los productores Pancho Casal y Mariela Besuievsky, el crítico de cine Carlos F. Heredero, el director y productor Gerardo Herrero y yo mismo, participantes varios de nosotros, junto al novelista, en un coloquio sobre la versión cinematográfica de Galíndez firmada por Herrero, "la mejor adaptación de una novela mía", me dijo Manolo camino del restaurante. El acto de comer en presencia del creador de Carvalho adquiría un relieve, cierta seriedad superior a la atmósfera distendida de aquella reunión; recuerdo, por ejemplo, la mirada tiernamente cáustica que Manolo me dirigió cuando yo, sediento por el coloquio, pedí para mi carne a la plancha un Albariño helado. Él eligió y cató profesionalmente un Ribera del Duero, adecuado al plato que, pasadas las once de una noche de calor sofocante había, para sorpresa nuestra, pedido: callos a la madrileña. Manolo, nos explicó, tenía debilidad por ese guiso con fama de mazacote y, según él, de extrema finura. "Lo más delicado que Madrid jamás inventó".

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