El rompecabezas catalán
La Cataluña que nos deja el 16-N es un rompecabezas. Es más progresista y más catalanista. Y se presenta tanto más rica en matices y piezas combinables como compleja en soluciones para articular un nuevo Gobierno de la Generalitat, eficaz, sensato y estable.
¿Qué ha sucedido? Éstos son los datos. Los dos grandes partidos, convergentes (CiU) y socialistas (PSC), han perdido por mitades casi 320.000 votos, quedando sobre la raya del millón cada uno. Esas mermas, sumadas a los votos de los nuevos censados y a los abstencionistas arrepentidos (más de 160.000) rozan el medio millón que ha ido a engrosar a los pequeños partidos, provocando la fulgurante duplicación tanto de Esquerra Republicana (ERC) como de Iniciativa (IC).
Éstas son las tendencias. Aumenta aún más el pentapartidismo aflorado en las municipales. Se acentúa el declive de CiU y PSC, aunque mantienen altas cotas. Crece la indiferencia de los jóvenes hacia los dos grandes partidos, a los que juzga instalados, sempiternos y anquilosados: convencionales. Esquerra e Iniciativa capitalizan casi en exclusiva los focos de descontento, como los derivados del trasvase del Ebro, de la guerra de Irak, o del nacionalismo españolista de José María Aznar.
Éste es el paisaje: los catalanes piden cambio, votan más progresista. Por segunda vez en la historia de esta democracia, el Parlament de la Ciutadella albergará una eventual mayoría de izquierdas, 74 de los 135 diputados, cuando antes eran 67. Entendiendo por izquierdas no las de los manuales, sino las realmente existentes (PSC, ERC e IC), las que han atosigado al bloque de centro-derecha (convergentes y populares, que pasan de 68 a 61 diputados) en la última legislatura. Las mismas que gobiernan con proyectos sólidos y superávit presupuestario, el otro gran referente institucional de Cataluña, el Ayuntamiento de Barcelona. Izquierdas, 1,8 millones de votos; derechas, 1,4 millones.
Los catalanes piden, pues, cambio, y más catalanismo. El nacionalismo explícito (CiU más ERC) aumenta en 100.000 votos y pasa de 68 a 69 diputados. Es un guarismo inferior al de antiguas mayorías absolutas pujolistas. Pero si no en cantidad, es más nacionalismo en intensidad, pues ahora el soberanismo, desde Convergència y desde Esquerra, ha irrumpido sin veladuras.
Éstas son las paradojas: Artur Mas gana, aunque pierda en 8.000 votos respecto a Pasqual Maragall. Sus cuatro escaños de ventaja arrojan especial significación política, pues llegan tras el irrepetible patriarcado de Jordi Pujol y luchando contra los pronósticos. CiU se alza así con la primera minoría, pero su estrategia de la última legislatura, la alianza con el PP, ha quedado derrotada y arruinada. Y dentro de la federación nacionalista, reverdece el pulso entre soberanistas y prudentes, pues al democristiano Duran Lleida le angustia presentarse en marzo ante sus electores moderados para el Congreso con una retaguardia inflamada de retórica. ¿Ganan perdiendo?
Maragall pierde en escaños. Le derrota la diferencia. Sobre todo por el contraste con sus altas expectativas previas, aunque el PSC gane otra vez en votos. Pero su política de las alianzas para la izquierda plural en busca del cambio y de una España plural es la que concita más votos. ¿Pierde ganando?
Esquerra llega al éxtasis. Josep Lluís Carod-Rovira es el árbitro, la bisagra, el king maker. Dirime el signo del nuevo Gobierno. Pero ese paraíso es al mismo tiempo su infierno. Tiene que optar, abandonar la equidistancia, disgustar a un segmento de su bifronte electorado -ora al más nacionalista, ora al más de izquierdas-, perder la virginidad, afrontar el desgarro.
El ascenso de Iniciativa queda cortocircuitado por el descenso en la masa crítica de su socio mayor de referencia. Y el aumento en 100.000 votos y tres escaños del PP va al cesto: queda ahora fuera de la aritmética de las mayorías, por la enorme caída de CiU; de la expectativa de practicarle el sorpasso en las generales de marzo si se hubiera hundido; y extramuros del consenso para un nuevo Estatuto, tema estrella del cuatrienio próximo. La marginalidad.
Con estos flexibles, matizados y contradictorios mimbres, ¿qué cesto entretejer?
La viabilidad del Gobierno de "concentración catalanista", de todos contra el PP, propuesto por Esquerra, es muy escasa. No sólo porque no hay "emergencia nacional", sino también porque ya lo han desechado dos de los convocados, PSC e IC.
Quedan, pues, cuatro escenarios.
Uno, el frente nacionalista, CiU con ERC. Es, seguramente, el más probable. Se apoya en la ventaja de Mas, en la preferencia de muchos votantes, en el común tronco ideológico soberanista, en el superior margen de maniobra de los convergentes para ofrecer más poltronas y poder a los republicanos. Pero choca en CiU con los sectores no soberanistas y los electores moderados e invalida su marca de gran conseguidor al dificultar los pactos con un PP aún en el Gobierno (¿por cuánto tiempo?). Y chirría con las promesas de limpieza y cambio de aires lanzadas por Esquerra y con su aspiración de sustituir a CiU como pilar hegemónico del nacionalismo. Puede ser la salida más verosímil. También la peor, si sazona a Cataluña de un aroma frentista vasco aunque en versión light, y si le hace perder el tiempo en debatir esencias en vez de construir existencias.
Dos, el bloque de la "izquierda plural". Afronta la desventaja de que lo encabeza un PSC que sólo alcanzó el segundo puesto, aunque haya precedentes de ello en otros lugares. (El propio Mas aseguró antes de las elecciones que intentaría gobernar en alianza aunque no llegase el primero a la foto finish). Es así más improbable, pero exhibe más virtudes. Se corresponde más exactamente con el mandato electoral, que urge un cambio de aires y ordena más catalanismo. Entraña una amplia mayoría de 74 escaños. Enlaza con la tradición democrática de la ERC de la II República, donde sus gentes y afines, como Jaume Carner, Joan Lluhí i Vallescà o Lluís Companys fueron ministros de los gobiernos azañista/socialistas. Y garantizaría mejor una explícita lealtad de este partido a los procedimientos constitucionales establecidos que en su eventual alianza con CiU, teñible de competencia -incluso de escalada- soberanista.
Tres. La "gran coalición" entre CiU y PSC, soñada por círculos empresariales y acariciada desde sectores del mismo PSOE (y algún pesecero, aún en sordina), podría ser muy estable a corto plazo. Pero es difícil ayuntar a los dos polos principales en disputa. Y, sobre todo, sería percibida por los electorados como una traición. El afán del PSOE por alzarse con la mayoría absoluta del Congreso en marzo, a base de apuntalar su minoría con los diputados de CiU -frente a la presunta pérdida de la mayoría absoluta por el PP de Mariano Rajoy-, podría terminar en fiasco: ¿quién votaría al PSC (17puestos en el Congreso) si reniega del cambio prometido, más aún a costa de eliminar súbitamente y sin transiciones a su verdadera cara visible, Pasqual Maragall? ¿Acaso Esquerra no erosionará también los 15 escaños convergentes en San Jerónimo? A la larga, además, un pacto de los dos partidos declinantes significaría excluir todo lo nuevo, guste o desazone, que ha emergido en la campaña, y regalaría a Carod el monopolio de la oposición, de la alternativa y del escenario.
Cuatro. Una variante más suave, flexible e inteligente de la fórmula anterior sería el Gobierno en minoría de Artur Mas hasta las legislativas de primavera, que exigiría la abstención del PSC a su investidura. Es la hipótesis más cómoda para el PSOE de Rodríguez-Zapatero y la menos inquietante para muchos españoles. Pero no anularía el timbre de fraude al electorado; sería inestable, y menos atractiva para el PSC, al no implicar contrapartidas de responsabilidades y poltronas; y, sobre todo, se leería desde Cataluña como una afrenta al autogobierno, puesto así al compás de calendarios ajenos.
Un endiablado rompecabezas, sí. Pero también más política y un poco menos de películas de buenos y malos.
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