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De Segaria al derecho administrativo

Miro la montaña Segaria y sus alrededores desde una atalaya privilegiada en Ondara, donde he pasado buena parte de mis descansos estivales desde 1991, cuando conocí a la que hoy es mi mujer. Pienso en la suerte que todavía le sonríe y en la que no tiene su hermano mayor de Dénia y Xàbia, el Montgó. La mayor proximidad al mar le ha convertido en objeto de deseo y de ambiciones urbanísticas desde hace mucho tiempo. Extiendo mi pensamiento triste hacia toda la costa de nuestro país, atestada de nuevas e imparables construcciones; y le doy vueltas al asunto bajo una higuera centenaria desde la que escucho el rumor intenso y fresco de las aguas del río mientras escribo estas letras para EL PAÍS. Recorro con mi vista la falda de Segaria inundada de huertos de naranjos y giro la cabeza para adivinar el mar; tengo la impresión entonces de estar "a las bardas del mundo", como describió Pascual Pla el paisaje de Rocafort que podía contemplarse en 1937 desde la casa de Machado, protegido allí por el Gobierno de la República de las bombas de Madrid.

La poesía cálida de este lugar de nuestra tierra, que podemos querer con pasión sin necesidad de ser nacionalistas ni retóricamente ecologistas, me lleva a la necesidad del frío Derecho, el único instrumento, junto a la Política, para responder con eficacia a los retos de un urbanismo galopante e inhumano que no tiene otra explicación que el enriquecimiento económico de algunos, quizá de bastantes. El Derecho penal, pero sobre todo y antes, el Derecho administrativo, olvidado por los gobiernos del PP, nacionales y autonómicos, necesita reaparecer con fuerza. Es la primera garantía de control en estas materias, además de uno de los instrumentos básicos para las políticas sociales, por ejemplo, sobre vivienda, como nos indica también el Derecho europeo y la Constitución de 1978. El PP, sin embargo, aquí y en Madrid, emprendió desde el principio una huida del Derecho administrativo hacia el vacío quizá también para hacer, una vez más, lo contrario de lo que hicieron los socialistas, dejando de la mano de Dios, perdón, de los especuladores, la protección de nuestro litoral y nuestras ciudades. Tampoco el PP ha impulsado, en contra de su propia doctrina, el Derecho penal en cuestiones de urbanismo, al menos no con la misma intensidad que lo hace para otras materias, particularmente si tienen que ver con libertades básicas. Aquí sí necesitamos un Derecho anticipatorio, y no con carácter general, como les gusta al Ministro Michavila o a nuestro Cotino, clones de una política, la de Bush, que debe llevarles a creerse Tom Cruise en Minority Report. Se abusa de la demagogia, se "construye" falsa y artificiosamente la opinión pública, para después vulnerar uno de los principios básicos del Estado de Derecho, el de intervención mínima y como última ratio, del Derecho penal. Todo esto, a la vez que no se controla ni se castiga los comportamientos abusivos de los especuladores de la vivienda.

¿Y qué se puede hacer, o empezar a hacer, pues, desde el Derecho administrativo para combatir la especulación urbanística y la explotación del medio, de nuestras playas y de nuestras montañas, que también están detrás de muchas de las conductas transfuguistas? Sin ser un especialista, creo que pueden comprenderse con facilidad las siguientes propuestas, discutidas con prestigiosos administrativistas, que en todo caso sugiero sin ánimo de exhaustividad y con carácter general:

1.- Trasladar la competencia sobre la totalidad de la planificación del suelo urbanizable desde los municipios a la Comunidad Autónoma, dejando únicamente a aquéllos la competencia sobre la planificación de lo que ya existe, de manera que el eventual crecimiento del municipio dependa exclusivamente de la Comunidad. Con esto, el efecto maletín, la tentación de la corrupción y el transfuguismo se limitarían considerablemente, como decimos en Derecho, "por falta de causa".

2.- Incrementar la visibilidad, la transparencia y los controles sobre esta competencia planificadora de los municipios, por ejemplo, impulsando un control suspensivo de obras (para las obras presuntamente ilegales) que lleve a cabo la Comunidad. Así, se evitaría el efecto en algunos alcaldes de "hacerse el sueco", por los motivos que sean, frente a lo que se está construyendo de manera irregular. La responsabilidad sería en última instancia sólo del conseller de Obras públicas, sometido además al control directo de las Corts y de la opinión pública.

3.- Un nuevo régimen de financiación local que lleve a aumentar los recursos de la hacienda municipal, que según datos oficiales, sólo disfruta hoy del 13% del pastel presupuestario, del gasto público (aunque, eso sí, invierten más que ninguna otra administración), cuando en 1978 era del 12,7%; no ha aumentado por tanto, en 25 años, apenas nada. Haciendo esto, que responde además a una exigencia básica de justicia, evitamos también la tentación de algunos ayuntamientos de sacar el dinero que necesitan de otros lados, no siempre los más idóneos. Por ejemplo, no creo que sea descabellado (someto en todo caso esta consideración a opiniones mejor fundadas), que los ayuntamientos puedan participar de determinados impuestos, los que ya existen (sin necesidad por tanto de crear otros nuevos), incluido el IRPF.

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Dejo de escribir; abandono el frío pero imprescindible Derecho para volver la mirada sobre Segaria y su manto de naranjos; oteo después la confluencia del cielo y el mar, en la dirección de la playa de las Marinas; seguramente, mientras mi mirada se pierde y mi mente se aleja hacia los recuerdos de amor en aquella playa, algún constructor estará maquinando un nuevo edificio, no ya en primera línea, que ya no es posible, sino en segunda o en tercera... Otro, directamente, estará levantando ladrillos...

José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València.

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