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Reportaje:PRIMER ANIVERSARIO DEL DESASTRE DEL 'PRESTIGE'

Los últimos que navegaron en el 'Prestige'

Los marineros gallegos que saltaron a bordo del petrolero para intentar salvarlo cuentan su experiencia, con un único límite. No quieren que las palabras les lleven "a encallar en la política"

Con las servilletas y las tazas del café reconstruye la mar de aquella noche. El sonido de la cafetera cuando calienta el agua se alía con el hilo musical para reproducir la confusión del temporal. Hay dos guardias civiles recostados sobre la barra del bar y la flota sigue amarrada ahí afuera. Hace dos días que no deja de llover sobre A Coruña. Jesús Calvo Figueroa, patrón del Sertosa 32, el primer remolcador que consiguió dar ayuda al Prestige, enfrenta dos paquetes de tabaco rubio para explicar dónde estaba el petrolero y dónde su barco.

Ahora, un año después de la tragedia, este capitán de 45 años, alto, delgado, pelo cano y buen carácter, empieza su relato con una frase que también refleja el choque brutal del buque y su destino: "La mar venía de noroeste y nosotros a noroeste íbamos".

"Por mí, que Mangouras se pudra en la cárcel; se quiso suicidar, conmigo dentro del barco"
"Habría que preguntar a los capitanes uno a uno: '¿Usted qué hubiera hecho?"
"El deber de un capitán es salvar a la tripulación; luego, si puede, el barco y la carga, pero si no..."
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A su lado está Antonio Caínzos, de 51 años, marinero de profesión. Él y su compañero César Collazo, de 31, fueron los primeros que saltaron a la cubierta del Prestige para intentar remolcarlo durante aquella madrugada del 14 de noviembre de 2002. Un helicóptero los sacó de su barco, el remolcador Ibaizabal, y los dejó sobre el petrolero, que ya estaba escorado de muerte, rebozado en su propio fuel. Su misión allí era ayudar al capitán Mangouras y a sus dos oficiales para que el buque accidentado no terminara embarrancando en la costa. Lo que finalmente pasó ya lo sabe todo el mundo, pero lo que ocurrió allí dentro, el olor de aquella noche, las palabras que allí se dijeron y las personas que por allí pasaron, la sensación de peligro, el miedo, la angustia... eso sólo lo saben ellos. Esta tarde se han reunido aquí, en el bar Arribada del puerto de A Coruña, para mirar lo que pasó desde un año de distancia.

Habla el capitán Jesús Calvo: "Nosotros lo amarramos para que no siguiera a la deriva, hicimos nuestro trabajo. La decisión de alejarlo hacia afuera ya no fue nuestra. Que a mí me parece que un barco nunca se va a poder reparar allí afuera porque, que yo sepa, no hay astilleros en alta mar...". Y el marinero Antonio Caínzos le coge el hilo: "Una vez que el barco quedó amarrado, el mar también se había quedado mucho más tranquilo. ¡Deberían haberlo aguantado ahí! Pero no. Pusieron el costado herido, el costado malo, recibiendo las olas que venían del noroeste y lo echaron a navegar. Igual que si hubieran cogido a un herido por ahí y en vez de llevarlo al hospital lo hubieran paseado por los caminos con un carro de vacas. Yo creo que hicieron mal, pero ya le digo yo que...". El capitán lo saca del apuro con una frase que repetirá tres o cuatro veces a lo largo de toda la tarde, unas veces con una sonrisa en los labios; otras, con un gesto de impotencia: "¿Ve usted...? Que por eso yo no quiero hablar, que empezamos a hablar de lo que pasó y siempre terminamos encallando en la política".

"La política". Se refieren a "la política" como a una cosa prohibida. Los marineros gallegos que faenan en el Gran Sol, el caladero más peligroso del mundo, al oeste de Irlanda, saben que allí no se puede hablar de curas ni de monjas, ni de zorros ni de culebras, ni tampoco se puede silbar en medio de la noche; mucho menos irse de putas y volver al barco sin pagar. Estos marineros que estuvieron a bordo del Prestige también faenaron de jóvenes en el Gran Sol, y ahora saben que a todas aquellas cosas innombrables hay que añadir lo que ellos llaman "la política".

Para huir del mal fario, Antonio Caínzos cambia el tema de la conversación y se pone a hablar de lo difícil que fue dar el remolque. Dice cosas así: "El alambre no encapilló, no fuimos capaces de encapillarlo". Y habla de viradores y de estachas y de "dar el remolque por retorno". Los marineros que hay en el bar siguen la discusión sin problemas, pero el capitán Calvo es consciente de que los forasteros ya hace rato que andan a la deriva, que no tienen ni idea de que encapillar, según dice el diccionario, es "enganchar un cabo a un penol de verga, cuello de palo o mastelero por medio de una gaza".

Después de tantos años de rescatar barcos en alta mar, al patrón Jesús Calvo le parece un juego de niños partir en busca de un forastero perdido en una tertulia de marineros gallegos. "Y eso", añade, "que el del Prestige no fue el amarre más peligroso que he vivido, recuerdo otro barco, uno que traía patatas y que tenía un incendio a bordo. Ahora no recuerdo el nombre, sólo sé que aquel barco pintaba de azul".

César Collazo, gallego de Corme, marinero raso, no se avergüenza al reconocer el miedo que pasó aquella noche. Durmiendo estaba cuando su compañero Antonio Caínzos le despertó y le avisó de que tenían que saltar al Prestige. Él se imaginó un barco fantasma, sin tripulación, a punto de hundirse. Y desde el catre del remolcador respondió enseguida: "¿Cómo que vamos a saltar? Ni de coña. ¡Yo no salto a un barco abandonado!". Pero lo hizo. "Al principio, cuando te acercas al buque en medio de la noche", explica Collazo bajando y subiendo la voz, gesticulando como quien cuenta un cuento a un niño, "vas desconfiando, cómo estará, cómo no estará, pero cuando ves al capitán y al jefe de máquinas tan tranquilos..., la verdad es que te sorprende. Nos decían 'no problem, no problem', y yo pensaba, verás tú con el no problem, verás tú con el no problem".

Ha pasado un año ya, se han dicho y escrito muchas cosas sobre aquel desastre, pero a los hombres que estuvieron allí no se les olvida lo que sintieron cuando el Prestige aún no era noticia y ellos estaban jugándose la vida. Su relato, mientras fuera del bar llueve casi tanto como aquel día, está construido sobre palabras grandes -miedo, angustia, temporal, naufragio- y también sobre detalles pequeños: la carne asada que los marineros filipinos se habían dejado puesta al fuego; las barandillas rotas del petrolero; la confusión -digna de película de Groucho Marx- que se creó en el barco cuando un helicóptero dejó sobre la cubierta a un hombre ya mayor, de pelo blanco y corta estatura, de nombre Serafín Díaz Regueiro y de profesión técnico de la Capitanía Marítima de A Coruña.

"La verdad", cuenta el marinero Antonio Caínzos, "es que la cara de Serafín se me hacía a mí conocida. Y como lo vi así, bajito, como de mi estatura, y el helicóptero lo dejó a él y a unos cuantos filipinos, yo creí que era de ellos también, alguien de la tripulación. Y resulta que él se acercó adonde estábamos nosotros y nos preguntó: 'Oye, ¿el barco tiene la misma escora que ayer?'. Y yo le dije: 'La misma que cuando nosotros embarcamos, más o menos'. El de Tecnosub [uno de los rescatadores que ya estaban en el barco] me preguntó: '¿Y ese señor quién es?'. Y yo le dije: 'No sé'. Aunque a mí se me hacía la cara conocida, él no se presentó, no dijo 'Hola, soy Serafín, de la Capitanía Marítima de Coruña'. Y entonces el de Tecnosub se quedó pensativo y volvió a preguntar, '¿Y quién será?', y yo le dije: 'Pues no sé, será el práctico del puerto'. Pero luego me quedé pensando: '¿Y qué hará el práctico tan lejos del puerto?".

No fue la única escena ridícula que se produjo aquella noche a bordo del Prestige, pero sí la que dio origen a uno de los enfrentamientos más graves, el del capitán Apostolos Mangouras con el técnico Serafín Díaz. El resultado de la batalla ya se sabe. Mangouras fue detenido al llegar a tierra y encarcelado, y todavía hoy tiene que presentarse a diario en una comisaría de policía de Barcelona. Díaz, sin embargo, fue el gran triunfador. El ministro Álvarez-Cascos le concedió una medalla y le nombró capitán marítimo de A Coruña. Pero lo que pasó allí entre aquellos dos hombres al borde de la jubilación sigue siendo un misterio. Hay muchas versiones, casi tantas como personas estuvieron dentro del petrolero durante su agonía. Por lo general, Mangouras despierta la solidaridad entre los marineros gallegos. Muchos de ellos, convencidos de que su colega griego hizo lo que había que hacer, consideran injusta su encarcelación y así se lo hicieron saber acercándose a la cárcel coruñesa de Teixiro o mandándole cartas de apoyo. No hay más que escuchar a Caínzos y a Collazo en esta tertulia del bar Arribada.

El marinero raso habla del cartón de Winston que le regaló Mangouras. El capitán, de si él, en las mismas circunstancias, hubiera actuado como lo hizo el griego.

-A César y a mí nos ofreció Coca-Cola, café, galletas. Lo vi tranquilo en todo momento. Incluso estuvo un rato buscando algo, se sentaba y se levantaba, hablaba con su primer oficial. De pronto, encontró lo que buscaba. Y era la llave del sello, una especie de caja fuerte que tienen los barcos para guardar el tabaco y el whisky. Lo abrió y nos dio dos cartones de Winston, qué detalle, uno a cada uno. Cuando el helicóptero vino a por nosotros, se nos vio que llevábamos la bolsa con el tabaco dentro.

-Habría que preguntarle a los capitanes uno a uno: ¿Usted qué hubiera hecho? Yo me lo pregunto de vez en cuando.

-Pues lo que hizo él.

-Y entonces, ¿por qué está preso?

-Fue el más cuerdo de todos, el que tuvo dos dedos de frente. El deber de un capitán primeramente es salvar a la tripulación; luego, si puede, salvar el barco y la carga, pero si no.... Por eso se quedó él solo con sus dos oficiales, hasta el último momento, pensando si podía salvar aquello. Creería que al ir para tierra les darían remolque, lo llevarían a puerto, pero cuál fue su sorpresa cuando...

-¿Ve usted lo que pasa? -se dirige Jesús Calvo al periodista-. Que cuando uno se pone a hablar de esto siempre se termina embarrancando en la política...

Los guardias civiles escuchan desde la barra, apuran su café y se marchan, no sin antes dar las gracias con un movimiento de cabeza a un paisano que, desde el final de la barra y sin cruzar palabra, los ha convidado. Por el aspecto no es un marinero, más bien parece un funcionario de la Delegación del Gobierno en Galicia, que -lo que son las cosas- tiene su sede en el mismo edificio que el bar Arribada.

No todo el mundo, sin embargo, tiene tan buena impresión del capitán Mangouras. Hay quien no sólo no lo recuerda sereno, sino todo lo contrario. Es el caso del holandés Wyste Huismans, el capitán de la compañía Smit Tak que se hizo cargo de las labores de rescate, lo califica como una persona aterrorizada: "No fui capaz de sacar nada con sentido de él". Y hay incluso quien, todavía hoy, le guarda tanto rencor que sigue deseando que "se pudra en la cárcel".

Serafín Díaz lo pasó mal aquella madrugada. Se podía suponer que a él, acostumbrado a inspeccionar pesqueros convenientemente amarrados a puerto, le vendría grande aquel encargo de montarse en un helicóptero en medio de la madrugada, bajar al Prestige y obligar al capitán -bajo la amenaza antigua de mandar a los guardias- a poner en marcha los motores. Pero lo hizo. Y lo hizo de tal forma que, a pesar del rescate fallido y del petróleo que manchó toda la costa, su nombre quedó limpio en los periódicos. Durante aquellos días de hace un año, cuando todavía era un técnico más, Serafín Díaz contó palabra a palabra su diálogo con Mangouras:

-Capitán, ya se puede arrancar. Dé la orden, por favor.

-Hay que esperar un rato. Hasta que llegue el helicóptero.

-No, hay que arrancar ya.

-Oiga, yo soy el capitán del barco y aquí soy yo quien da las órdenes.

-Sí, es verdad, usted es el capitán del barco, pero también es verdad que usted está en mis aguas y que allí hay una fragata de guerra. Si yo hago una llamada aparece aquí un oficial, y aunque usted permanezca a bordo será él quien marque el rumbo.

Un año después, Serafín Díaz ya no puede hablar. A pesar de ser el capitán marítimo, tiene la orden expresa de no hacer declaraciones salvo permiso especial. Eso sí, fuera de la Capitanía -donde a veces se siente preso en medio de toda la burocracia que exige el cargo-, Díaz sigue frecuentando a los amigos de entonces, y a ellos no les oculta su odio hacia el capitán griego: "Por mí que se pudra en la cárcel, se quiso suicidar conmigo dentro del barco".

Amante de las sensaciones fuertes, de conducir al límite y de vivir de igual manera, Serafín Díaz aceptó el envite de ir al barco sin pedir nada a cambio, aunque -hombre agradecido- sabe que su puesto actual no es la consecuencia lógica de su carrera de años, sino el premio a su arrojo de aquel día. No obstante, cuando se le pregunta sobre algún lance concreto de aquella noche, Serafín Díaz baja la cabeza, dibuja monigotes en un papel y luego dice: "Lo que he declarado, lo he declarado; y lo que no he dicho, no lo diré nunca". ¿Qué pasó aquellos días que no se puede decir ahora? Curiosamente, otro alto cargo de la Marina Mercante, requerido por este periódico para que explique su gestión durante el naufragio, responde con un lacónico: "De acuerdo, hablaré con usted, pero será cuando me jubile".

Quienes sí hablan, aunque con la preocupación constante de no embarrancar en la política, son los marineros y técnicos que estuvieron a bordo del Prestige. Como en tantas otras ocasiones, uno de los primeros teléfonos que sonaron tras saberse del accidente fue el de Iñaki Beldarrain. Su carta de presentación es bien sencilla: "Tengo 42 años, llevo 20 años en esto y nunca se me ha hundido un barco... Menos éste". Lo que siente cuando recibe la llamada ya es más difícil de explicar: "Te cogen en un helicóptero, te llevan al medio del mar y te dejan encima de un barco que se puede hundir en cualquier momento. Nuestro trabajo es como el de los bomberos: la casa está en llamas y tú entras". Y una vez dentro, explica Iñaki, su trabajo consiste en informar a tierra de lo que pasa -"somos los ojos de los que tienen que tomar la decisión"- y en intentar ayudar a los marineros de los remolcadores para corregir la deriva del barco. Iñaki habla con pasión de su trabajo: "Te juegas la vida. Hay que tener en cuenta que cuando te envían a un barco es porque la tripulación ha salido de él, porque el barco se va a hundir. ¿Que cuándo se hunde? Nunca se sabe. El barco dice me voy, y lo mismo tarda un minuto en hundirse que horas. No hay una regla. El riesgo está en que cuando un barco se hunde tú te puedes ir con él para abajo. Ése es el riesgo. Igual que el bombero cuando se mete en una casa sabe que se le puede caer la casa encima, pero... hay que meterse".

Igual que César Collazo, que Jesús Calvo, que Antonio Caínzos, que Wyste Huismans o que Serafín Díaz, Iñaki también le ha visto las orejillas al lobo: "Fue aquí en Galicia. El buque se llamaba Cristal, era un petrolero cargado de melaza. Estaba partido por la mitad, la proa por un sitio y la popa por otro. Hubo varios muertos. Se dieron los remolques para evitar que los dos medios barcos encallaran en tierra. La proa al final se explosionó y se hundió. Y de la popa le voy a contar una cosa. Yo tenía previsto bajar a las cuatro de la tarde. Me llevaron en helicóptero, nos pusimos sobre el barco pero el temporal no me dejó bajar. Desde el cielo vimos que, a las cuatro y unos minutos, el barco se hundió. Yo tenía que haber estado allí dentro. Me salvó el temporal".

Cuando se le pregunta por qué lo hace, Iñaki sólo encuentra una respuesta: "Los míos están orgullosos de mí. Mi hijo pequeño es el capitán general del colegio". Cuando se le pregunta por lo que pasó en el Prestige, por qué se hundió, por qué lo llevaron para afuera en vez de para adentro..., Iñaki prefiere callar.

Son capaces de saltar desde un helicóptero a un barco ardiendo, de manejar un remolcador en medio del temporal como si fuera una lancha; les gusta contar sus hazañas anónimas -"yo estaba aquí y el Prestige donde la máquina del tabaco"- y no se avergüenzan al confesar el miedo que pasaron, pero hay una cosa ante la que todos se quedan mudos. Si en el Gran Sol lo peligroso es hablar de culebras y silbar en la noche, aquí, en el bar Arribada de A Coruña, un año justo después del naufragio, lo verdaderamente peligroso es hablar. Como dice el patrón Jesús Calvo: "Que las palabras te lleven a encallar en la política".

Imagen tomada el 15 de noviembre de 2002, cuando el  <i>Prestige</i> es remolcado para alejarlo de las costas gallegas.
Imagen tomada el 15 de noviembre de 2002, cuando el Prestige es remolcado para alejarlo de las costas gallegas.AP
El marinero Antonio Caínzos.
El marinero Antonio Caínzos.CARMEN VALIÑO
El capitán Jesús Calvo Figueroa, patrón del remolcador <i>Sertorsa 32.</i>
El capitán Jesús Calvo Figueroa, patrón del remolcador Sertorsa 32.C. V.

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