La resignada condición de provincianos
Es indudable que el Estado de las Autonomías -en su ya larga andadura- ha supuesto la enorme ventaja de acercar los problemas de la población a las instancias político-administrativas encargadas de resolverlos, y esta proximidad ha resultado ser un instrumento clave para la modernización del país, el desarrollo de nuestras regiones y un reforzamiento insospechado del papel de nuestras ciudades. La contrapartida de todas estas ventajas es que, paradójicamente, este modelo de Estado ha hecho del nuestro un país esencialmente periférico y dual: una capital -Madrid- y un inmenso resto que es, a despecho de cómo las ciudades y regiones puedan verse ante el espejo, pura periferia, pura provincia.
Hoy día, la realidad más inmediata, la cotidianeidad que nos envuelve, queda confinada en el gueto de nuestros medios de comunicación locales, cuya materia informativa salta directamente de la realidad próxima de la que emana a aquella que se escenifica en la capital del reino, y de ahí a los eventos del mundo filtrados por las agencias internacionales. Entremedio queda una zona de sombra, una agujero negro, una especie de triángulo de las Bermudas mediático en el que parece haber sido abducida la desconocida realidad del resto del país, confinada a su vez en sus respectivos reductos informativos de ámbito local y regional que reproducen cíclicamente el modelo. Así las cosas, el punto de encuentro por el que llegamos a tener un leve atisbo de pertenencia a una realidad suprarregional, es decir, aquello que nos recuerda que somos todavía españoles, es el vertedero televisivo de las cadenas de cobertura nacional, públicas o privadas -versión degradada del crisol de las Españas- o, en el mejor de los casos, las noticias que se producen, se representan o se escenifican en Madrid, esa gran ciudad que, por no ser ya capital de nada, acaba siendo una privilegiada capital de sí misma. Tal vez el caso no dé para una discusión ontológica, pero queda ahí pendiente la paradójica cuestión: ¿las cosas existen por sí mismas o sólo a partir del momento en que se conocen? ¿De qué sirve que España sea un entramado de ciudades y regiones dinámicas si no sabemos nada de ellas? Hoy, las provincias sólo se asoman al proscenio de la actualidad en clave de escándalo, pues de otro modo no recibirían la menor atención de los medios de cobertura nacional. ¿Para qué -se diría- si ya tienen los suyos? La cuestión no es baladí, pues al final este país queda reducido a dos centenas de personas de recurrente presencia en los medios que acaparan la representatividad de todas las facetas de la sociedad, la inmensa mayoría de ellas residentes en Madrid. Probablemente reúnan todos los méritos del mundo para ejercer esa representatividad, pero el país no puede ser jibarizado en tan exiguo grupo, pues, dicho en clave hamletiana, existen más cosas en nuestra diversidad peninsular de las que caben en la filosofía de nuestros vicarios capitalinos. La idea de que la condición de notoriedad -atributo ligado al éxito- sólo puede alcanzarse en el ámbito de la centralidad político mediática nos lleva a la perversa consecuencia de alimentar, mal que nos pese, una actitud provinciana caracterizada por la aceptación vergonzante de esa condición fetal, non-nata, de los valores propios a la espera de que vean la luz con el dictamen de la capital. En provincias no hay mérito más valorado que el hecho de irse frente al hecho de quedarse, que es el significante de la derrota. Y si no, hagan la prueba: ¿se pondrían ustedes en manos de un cirujano de Lugo para una delicada operación quirúrgica, por magnífico que éste sea? Probablemente, no, porque la perversión dialéctica a que nos conduce esta discriminación mediático-geográfica nos obliga indefectiblemente a pensar que, si el cirujano fuera realmente magnífico, entonces no tendría que estar en Lugo. Y espero que los lucenses entiendan el sentido del ejemplo.
Desalojada, pues, de cualquier escenario de la actualidad y urgida por encontrar su nicho ecológico en un país tan compartimentado como competitivo, la provincia se enroca en el único ámbito en el que nadie le va a disputar su presencia, esto es, el localismo, forma de pensamiento que reduce la interpretación del mundo al nivel conceptual de sus estrechas fronteras. Las dichosas señas de identidad, que en buena ley debieran ser las piezas complementarias y simultáneas de un acervo patrimonial común enriquecido por las provechosa coexistencia de sus diversidades, acaban siendo el distintivo fronterizo con el que aceptamos nuestra postración periférica. El Estado de las Autonomías, vinculado a la venturosa coincidencia con el ingreso en Europa, ha acelerado sin duda nuestro progreso económico y nuestro bienestar material. Pero al tiempo, y por muchas orquestas de rusos que llenen nuestros auditorios, ha consolidado un espíritu provinciano que es el testimonio de una claudicación cultural: enfrascados en la salvaguarda de "lo nuestro", hemos dejado a la capital el monopolio de lo de todos. Para el centro, la cultura universal; para la periferia, la popular. Para el centro, el pensamiento; para la periferia, el folclore. No es extraño, pues, que al final acabemos representados por quienes, despreocupados por tanta obsesión distintiva, no sean más que nuestro mínimo común denominador.
Salvador Moreno Peralta es arquitecto y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, Málaga.
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