Sentido de la disciplina
Antes de iniciarse la campaña, Jordi Pujol tuvo un arranque de misticismo. Al referirse al fin de un liderazgo que ha durado 23 años, dijo: "Sin el Antiguo Testamento no existiría el Nuevo". La referencia bíblica viene a cuento en una coalición que no reniega de sus orígenes cristianos y de su voluntad de representar a un pueblo más agraviado que elegido. Si Pujol encarna la primera fase de esta reconstrucción identitaria, Artur Mas ha sido ungido como apóstol secretario general para culminar la obra de su mentor. El candidato, no obstante, prefiere la palabra relevo a sucesión. Así matiza su deseo de emancipación, a sabiendas de que el pujolismo es el patriotismo más personalista de los muchos que circulan por el país y, por tanto, el más irrepetible. "He tenido el privilegio de estar cerca de Pujol", suele decir Mas con la humildad de un aprendiz agradecido.
El problema es que la gestión no moviliza la épica nacional que late en el electorado y que ha sido tan irresponsablemente azuzada por los gobiernos españoles como utilizada por la Generalitat. Por eso, Mas abunda en un soberanismo light, maquilla la contradicción de su pacto con el PP y elige como mantra electoral un mayúsculo SÍ. Y despliega una enérgica batería de reformas en forma de Nuevo Testamento, perdón, Estatut, sin necesidad de haber agotado el Antiguo ni pasar por un Parlament convertido en desatendida segunda residencia. "El grado máximo de autogobierno se concreta en cinco ámbitos: gestión, poder político, presencia internacional y reconocimiento simbólico e institucional y en la financiación", dijo en una ocasión. Con la misma torpeza con la que propuso que los deportistas catalanes compitieran disfrazados de andorranos (una mala tarde que truncó su trabajada fama de sensato), puede recurrir a la patraña del miedo a la izquierda o protagonizar calentones que relativizan su admiración por Gandhi o Adenauer.
En tiempos menos marcados por el electoralismo basura, Mas definió a Maragall como una persona "errática, cansada, dispersa y con planteamientos muy confusos". Eso explicaría su tendencia a potenciar la concreción, la convicción y la claridad de sus propuestas, y a procurar no dormirse ni en mítines ni en hemiciclos. El valor añadido de su juventud, en cambio, es relativo. Tiene 47 años, tres hijos y una mujer, Helena, que lleva con él casi tantos años (21) como nosotros con Pujol. Ya no es un chaval. Y su hoja de servicios es la consecuencia de las virtudes que apuntaba siendo bachiller: aplicación, responsabilidad y un sentido de la disciplina que, más tarde, le haría merecer galones de sargento en el Ejército. Economista, llegó a la política tras pasar por la empresa privada. Se inició en el Departamento de Comercio, Consumo y Turismo de la Generalitat, que intentaba contarle al mundo la existencia de lo que algunos hombres del tiempo denominan "noreste peninsular".
Barcelonés y barcelonista, defensor de obviedades como el trabajo y la familia, ha ido sorteando escollos. Primero, cuando parecían relegarle a un papel de opositor en el Ayuntamiento de Barcelona. Luego, como negociador de unas transferencias pactadas con eso que, con tendencioso retintín, denomina "Madrit". Allí descubrió que las Sagradas Escrituras de la negociación se quedaban en Libro de Reclamaciones. Vio cómo los delfines mejor preparados para relevar a Pujol se quedaban en la cuneta (Alavedra, Cullell, Roca). Mas supo estar allí, absorbiendo con esponjiforme capacidad de trabajo cuantas enseñanzas le proponía Pujol y contando, además, con la amistad de Jordi Pujol junior, albacea del testamento político paterno. Aunque sus contrincantes lleven años desacreditándole con chistes tan baratos como el que la socialista Manuela de Madre repitió hace poco ("Mas es menos"), ha ido pisando el acelerador y ganando posiciones. "En Cataluña falta autoestima y sobran complejos", suele decir. Así pretende acaparar el espacio que separa dos opciones de rara simetría: la radicalidad independentista de ERC o la bucólica España plural esbozada más por Maragall que por su partido. Para situarse en la parrilla de salida con posibilidades de éxito, protagonizó una descarada campaña de promoción personal a la sombra de su cargo de conseller en cap. Luego, el azar quiso que se ganara el respeto de muchos durante los incendios de agosto. En lugar de recurrir al lloriqueo, pudo mostrar su lado más firme y convincente. Puede que aquella experiencia le sirviera para descubrir que la mejor campaña no depende tanto de la estridencia propagandística como de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Mañana, más que nunca, tendrá la oportunidad de comprobarlo.
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