La escritura del desastre
Shoah es el texto integral -palabras y subtítulos- del filme de Claude Lanzmann sobre el exterminio de los judíos europeos por el nazismo. Películas como La lista de Schindler, La vida es bella o El pianista nos han acercado de una manera eficaz al horror nazi, pero la película de Lanzmann es otra cosa. Todo debe medirse con Shoah porque en ningún otro lugar alcanza la estética de la barbarie, compuesta de horror y belleza, los niveles que aquí se ofrecen. Nada habremos entendido de los campos de exterminio si hemos ido a todas las películas y no hemos visto ésta.
La editorial Arena no edita el filme sino un libro con las palabras en mil lenguas y los cuidados subtítulos con los que Lanzmann acompaña la imagen de la película. Pero de la misma manera que no podemos hablar del libro sin referirnos al filme, no consumiremos la experiencia del filme si no nos enfrentamos al libro.
SHOAH
Claude Lanzmann
Traducción de Federico
de Carlos Otto
Arena Libros. Madrid, 2003
212 páginas. 16,50 euros
Lo primero que hay que decir es que Shoah no es un documental ni una obra de ficción, sino un filme, una obra de arte. El director, por principio estético, no ha querido actores profesionales ni escenarios artificiales de campos o guetos, sólo supervivientes y lugares tal y como están hoy. "El gran arte de Lanzmann", dice Simone de Beauvoir en el prólogo, "consiste en hacer hablar los lugares, de resucitarles por la voz y, más allá de las palabras, expresar lo indecible con los rostros". Mediante la palabra, la puesta en escena y el montaje, Lanzmann crea una novedad que invade al espectador, como en las grandes obras de arte.
Diez años trabajó Lanzmann
en esta obra que dura nueve horas y media. Gracias a una información precisa y a un trabajo personal de investigación, el filme se convierte en productor de conocimientos históricos, hasta entonces ignorados, y, lo que es más importante, en el lugar de revelaciones inéditas. Hanna Zaidl, hija de uno de los testigos, Motke Zaidl, reconoce que ha sido ahora, ante Lanzmann, cuando su padre se ha entregado sin reservas a sus recuerdos. Ese punto de creación, de revelación de verdad, alcanza en algunos momentos del filme una expresión sobrecogedora: cuando fuerza el testimonio de testigos que no pueden soportar el sufrimiento del recuerdo o cuando arranca con engaño a testigos nazis verdades jamás oídas. Que la palabra Shoah se esté imponiendo a otras, como Auschwitz u Holocausto, para designar el genocidio judío, se debe fundamentalmente al peso de este filme en cuanto a generador de conocimientos y transmisor de experiencias.
Todo está medido, graduado, empezando por la primera secuencia en la que el director enseña sus cartas. ¿No es acaso el Holocausto judío un proyecto demoniaco de olvido, de negación del crimen dentro del crimen, de asesinato industrial de un pueblo sin dejar rastro? A ese descomunal reto responde Shoah como un proyecto de memoria. Lanzmann convoca a un puñado de testigos excepcionales que llevan de la mano al espectador por parajes que han borrado todo rastro del pasado para decirnos, como hace Simon Srebnik en las primeras imágenes, "era aquí". Este bosque no es un lugar apacible, como parece, sino un lugar de muerte. "Era aquí" donde llegaban los camiones, con cámara de gas incorporada, donde tiraban la carga de los asesinados durante el camino. Las palabras de los testigos nos hacen ver fosas comunes bajo la verde pradera y descubrir bajo el agua transparente del río las cenizas de los cadáveres calcinados, mientras la cámara se detiene en esas ventanas con los visillos echados tras las que hoy como ayer veían los polacos todo lo que ocurría.
Es éste un filme inusual, empezando por su duración. Es como si el director quisiera arrancar al espectador de sus quehaceres ordinarios, le aislara en el silencio y soledad de una sala cinematográfica con la finalidad de someterle a una experiencia desconocida. Transformar al espectador en testigo. Primo Levi escribe en Si esto es un hombre estas extrañas palabras dirigidas a sus lectores: "Los jueces sois vosotros". ¿En qué puede un lector juzgar un acontecimiento de barbarie como éste? ¿sabe el lector más que el testigo?, ¿qué justicia puede administrar el lector de libros como Shoah o los de Levi? La frase se ilumina si recordamos que, para las víctimas, hacer justicia es reconocer la actualidad de sus injusticias. En la medida en que la memoria del lector o del espectador se carga con el relato de los campos, les hace justicia pues seguirán planteando la vigencia de las injusticias pasadas y no saldadas. Un buen conocedor de Lanzmann, Jean François Forges, dice que su obra "coloca al espectador en una decidida actitud de combate por la verdad del cine, por la verdad de la humanidad, y también por la resistencia y por la vida".
La genialidad del filme gravita sobre el libro, pero este texto tiene, en la desnudez de sus palabras, vida propia. No hay ruido de trenes ni imágenes de rostros heridos o de caras cínicas o indiferentes. Pero están las palabras conmovidas de los testigos, las explicaciones cómplices del sargento nazi, las viejas palabras del católico antisemita o los silencios escurridizos de los paisanos polacos a preguntas comprometedoras. Esas palabras entregan al lector una mirada sobre la realidad presente que ninguna historia, por muy científica que se quiera, podrá igualar.
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