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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El desafío chino

La Administración estadounidense está dispuesta a no dejar ningún cabo suelto en su propósito de exhibir unos resultados económicos que propicien la reelección del presidente Bush en noviembre de 2004. Eso exige, entre otras actuaciones, reducir el excepcional déficit comercial de la superpotencia o, lo que es equivalente, debilitar las ventajas de los principales competidores de las empresas de EE UU. Ese propósito parece hoy más prioritario que la preservación de los más elementales principios del libre comercio, condición necesaria para que el proceso de globalización siga ofreciendo más ventajas que inconvenientes. Así, a la imposición de obstáculos a las importaciones de acero, la protección a los productores agrícolas o la contribución al fracaso de la conferencia de Cancún, se añaden ahora las presiones sobre China para que, además de seguir abriendo su economía, deje flotar el tipo de cambio de su moneda, presiones que se pusieron crudamente de manifiesto durante la reciente gira asiática de Bush.

China es, en efecto, el principal responsable del desequilibrio exterior de EE UU. El saldo de los intercambios comerciales entre ambos países es de 125.000 millones de dólares favorable al gigante asiático, que se ha convertido en fábrica del mundo y primer receptor de inversión extranjera, además de una enorme oportunidad de mercado asociada a la eclosión de una clase media consumista. La consecuencia principal de esa competitividad china es la inviabilidad de numerosas empresas estadounidenses, fundamentalmente manufactureras y de tamaño insuficiente para poder optar por la solución elegida por las grandes: establecerse en China para producir y exportar con las mismas ventajas que las empresas locales. Un número cada vez mayor de los principales exportadores chinos son, en realidad, empresas estadounidenses, a las que se les acusa de la destrucción de empleos en su país para crearlos a miles de kilómetros, con salarios muy inferiores y cualificaciones cada vez mejores.

Las presiones de la Casa Blanca para que la divisa china se encarezca frente al dólar, además de basarse en un diagnóstico parcial de la competitividad de su rival asiático, pueden ser contraporoducentes. En primer lugar, porque China es uno de los principales importadores del mundo (el mayor de la región) y el más importante destino de las inversiones extranjeras directas; es también uno de los mayores financiadores del déficit público estadounidense, a través de la materialización en bonos del Tesoro de sus cuantiosas reservas exteriores. Un frenazo brusco de aquella economía derivado de la aplicación unilateral de medidas proteccionistas tendría consecuencias de gran alcance sobre ese delicado equilibrio en el que actualmente se asienta la economía mundial.

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Con repetidas tasas de crecimiento verdaderamente excepcionales, incluso asumiendo el maquillaje de las cifras por Pekín, la china es una economía que en pocos años está transformando su condición de mercado emergente en la de una de las principales potencias económicas del mundo. En el interés de todos está que esa transformación, y la no menos particular transición en la que parece empeñado el presidente Hu Jintao, todavía tan llena de agujeros negros, tenga lugar sin más perturbaciones que las estrictamente internas, derivadas de mutaciones estructurales tan significativas.

En lugar del sometimiento más o menos circunstancial a presiones o represalias como las que está ejerciendo Washington, lo que hay que exigir a Pekín es su completa integración económica internacional, en la dirección mostrada por su incorporación a la Organización Mundial de Comercio, mediante el cumplimiento de las reglas propias de ese y otros organismos multilaterales. De lo contrario, el desafío chino podría dejar de ser exclusivamente comercial.

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