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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una coalición para suceder a Pujol

Las elecciones autonómicas del próximo domingo en Cataluña son seguramente las más importantes desde 1980. Lo son porque marcarán el futuro de su fuerza política dominante, una vez que su fundador y dirigente indiscutido, Jordi Pujol, pasa a la reserva tras 23 años de poder ininterrumpido, cediendo su antorcha al delfín Artur Mas. Lo son porque por vez primera existe la posibilidad de que un líder no nacionalista, el socialista Pasqual Maragall, acceda a la presidencia de esta comunidad autónoma histórica, con el impacto que esa eventualidad tendría en las expectativas del socialismo español. Y lo son también porque alumbrarán, sin apenas dudas, un Gobierno de coalición -veremos de qué signo-, dado que el empuje de los tres partidos menores, la Esquerra de Josep Lluís Carod-Rovira, el PP de Josep Piqué y la Iniciativa de Joan Saura, permite descartar con toda seguridad que ninguno de los dos grandes alcance la mayoría absoluta.

La importancia se redobla por lo incierto del resultado tras el final de un patriarcado irrepetible, la existencia de cinco partidos que pugnan por espacios frecuentemente superpuestos y la sobreponderación del voto en las pequeñas circunscripciones de Tarragona, Lleida y Girona. Es cierto que Maragall exhibe una cierta ventaja en las previsiones de las encuestas, como la que hoy publica este periódico, pero tan mínima que más bien prefigura un empate, y algunas incluso sitúan por delante al convergente Artur Mas. La experiencia demuestra que en situaciones de cambio los estudios demoscópicos no consiguen captar todos los elementos emergentes y que el desarrollo de la campaña puede resultar decisivo.

A una semana del encuentro con las urnas, los tres partidos de la oposición y el PP (aliado de CiU hasta vísperas de la convocatoria) se han concentrado en una crítica de dureza inédita hacia el nacionalismo gobernante, como si le hubieran perdido el miedo. Es la lógica democrática, que impone a la oposición erosionar al partido del Gobierno para reemplazarlo. Pero en esta ocasión se trata de algo más. La hegemonía de CiU se ha labrado a base de crear un conglomerado ecléctico con componentes nacionalistas, democristianos, liberales, centristas y socialdemócratas, que sólo el continuo ejercicio del poder, la creación de una red clientelar de complicidades sociales y, sobre todo, la conocida habilidad de Pujol han permitido aglutinar.

De modo que, acabado el patriarcado, todos pretenden recuperar las bases sociales que consideran de su propiedad, a lo más prestadas involuntariamente a CiU. Por la derecha, el PP ataca su flanco empresarial con un calibre de presencias desde el Gobierno jamás visto hasta ahora. Por el lado catalanista, el PSC, Esquerra e incluso ICV le disputan feudos fieles de la Cataluña interior y rural. Y todos, incluso los más radicales, se expresan con moderación.

La cuestión principal radica en cuántos votos pujolistas retendrá Mas. Su aplomo personal, aun exhibiendo un perfil mate, y el uso, e incluso abuso, de la Administración y la radiotelevisión pública constituyen bazas que de momento no han evitado dos serios deslices: la propuesta de colocar a los deportistas catalanes bajo bandera andorrana, retirada con estrépito tras general befa, y el reconocimiento por su mentor Pujol de que su Gobierno hace "trampas" al sobrefinanciar la enseñanza privada. Aunque quedan días para compensar estos reveses con otros de sus rivales, como la gratuita ofensa verbal del socialista Bono a Pujol. Todos arriesgan, pero CiU se juega una crisis ontológica; porque si perdiera, ¿qué futuro tendría una formación cuyo único sentido proclamado es encarnar a Cataluña? El nacionalismo conservador se convertiría en ese caso, sin anclajes en otros poderes, en pasto general de opas.

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