Narración de entresiglos
Entre la generación de Arguedas, Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce Echenique y la de los más recientes autores peruanos hay un grupo de escritores caracterizados por recusar un mundo mal construido y oponer la ironía al monólogo del trauma nacional.
José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique han coincidido en sancionar la vida peruana como agonía de la diferencia, zozobra de lo genuino, mala fe encarnizada y comedia de la verdad improbable. Por eso, en la más reciente versión de esas sanciones (El año que rompí contigo, de Jorge Eduardo Benavides) leemos: "El espectáculo del Perú hundiéndose como un nenúfar en sus propias miasmas era algo cotidiano, todo el mundo lo sabía, pero desde hacía un tiempo ya ni siquiera resultaba necesario salir de Miraflores para asistir a las diarias exequias de una nación sin remedio". Ese saber común confiere a la narrativa peruana su aire de familia. Su héroe melancólico busca un interlocutor que lo albergue en el diálogo. Arguedas, quien más creía en la fuerza redentora del diálogo, fue al final vencido por el malestar y se quitó la vida, con la elocuencia de un sacrificio. Con todo, Ribeyro encontró humanidad en el imaginario de la pobreza; Vargas Llosa, pasión en el fracaso de las utopías; Bryce, humor y ternura en las causas perdidas del deseo.
Miguel Gutiérrez es el narrador más importante de la actual demanda por construir una representación tan crítica como imaginativa. La violencia del tiempo (1991) sorprendió a los lectores con sus biografías alucinadas, sus memorias del origen mágico y rebeldía pura. Son éstas las voces de una vida peruana finalmente desagraviada gracias a su pasión de saber y su delirio de conocer. La historia de un muchacho que quiere ser escritor y se lleva a su pueblo las mejores novelas, postula que el relato sobre Perú encuentra su intérprete. Como si respondiera al dictamen de la malquerencia, reescribe cada novela para hacer de la creatividad peruana una saga que exceda la vulgaridad del mal. Arguedas, Ribeyro, Vargas Llosa, Bryce son citados para el nuevo relato del origen familiar (contra la vieja tesis del fracaso), y de la desfundación nacional (contra la frustración resignada).
Sólo que el país narrativo
de Gutiérrez sería puesto a prueba por la violencia insomne: su hijastro, preso político, desapareció en manos de la policía; su mujer, desolada, se entregó a la lucha clandestina, cayó presa, y murió en un asalto militar a la cárcel. El epílogo de la novela había anticipado el dolor del luto. Ocho años le tomó escribirla. Debe haberle salvado la vida. Fue un regalo de Cervantes, ha dicho Gutiérrez, "a cuyo espíritu me había encomendado durante todos estos años".
Gregorio Martínez, desde la cultura afro-peruana, y Edgardo Rivera Martínez, desde los mitos del origen en la provincia andina, habían recobrado el remoto legado popular como una memoria cotidiana de sabiduría, pertenencia y diferencia. Los negros de Martínez lo han leído todo sobre ellos mismos, y han elegido hacerse de un lugar gongorino en el habla (Crónica de músicos y diablos, 1991). Rivera Martínez en su Libro del amor y las profecías (1999) explora la biblioteca de Indias, su tierra de prodigios y lenguaje pródigo. Otras provincias de fantasía son las que Eduardo González Viaña ha cultivado, entre brujos milagreros y santas querendonas.
Pero serán Fernando Ampuero, Isaac Goldemberg, Guillermo Niño de Guzmán, Alfredo Pita, Alonso Cueto, Abelardo Sánchez León, Alejandro Sánchez Aizcorbe, Carmen Ollé, Rocío Silva Santisteban quienes reconstruirán la casa del relato peruano como albergue contra la intemperie. Sus héroes y heroínas (cuya dicción familiar sutura la violencia) viven los ritos de la socialización como si disputaran el alma al mercado. Los anima una intimidad desapacible, la nostalgia sin nombre de lo genuino. Pero si la comedia social es de por sí inauténtica, estos personajes se buscan en la incertidumbre del diálogo, donde reconocen su identidad posible. Todos ellos recusan un mundo mal construido pero no es ya un medio inexorable e incólume, sino un teatro cambiante donde al monólogo del trauma nacional oponen la ironía compartida (de linaje ribeyriano) y el gusto por las voces desautorizadas (de estirpe bryceana). En Caramelo verde (2002), Ampuero logra la mejor comedia de la socialización peruana: el aprendiz del mercado es iniciado en el comercio de la droga, en el embuste y la trampa, pero huye y desaparece en la selva, fuera de lo legible. Alonso Cueto en Grandes miradas (2003) se propone la historia política de corrupción y violencia de Fujimori y Montesinos, feroces y banales. Desde el lenguaje más sucinto, desde la dignidad de la literatura (inculcada por la lección impecable y solitaria de Luis Loayza), Cueto disputa la verdad trivial del desvalor común. La novela posee un valor gratuito, sin precio.
Los judíos divagantes de
Goldemberg en su brillante El nombre del padre (2001); los jóvenes emotivos que comparten el pan y el vino en los cuentos de Niño de Guzmán; las voces desnudas en las trampas de la política en El cazador ausente (2000), de Alfredo Pita, donde lo limeño es un contagio; las biografías del desencanto social que trama Sánchez Aizcorbe; los amigos en la libertad momentánea del fútbol, que narra con simpatía Sánchez León; las mujeres capaces de convicciones durables, que nos hace admirar Ollé, y las parejas de pasión sin retorno, que opone Silva Santisteban son, todos ellos, figuras transitivas del fin de siglo peruano. Discurren en su danza de vida hecha cuento, celebrando con brío su fugacidad.
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