París busca en la ciencia el origen de la abstracción
El Museo de Orsay reúne obras de Turner, Monet, Kandinsky, Delaunay y otros, de 1800 a 1914
Tradicionalmente, los orígenes del arte abstracto se sitúan entre 1912 y 1918, vienen de la mano de Malevich y Kandinsky, se relacionan con la evolución de la forma, con la irrupción de lo ornamental y con una voluntad espiritualista. Una cuarta opción quiere poner de relieve los puntos de contacto entre dos evoluciones diferentes, las del arte y la ciencia, y para hacerlo recuerda que Seurat quería "hacer una pintura científica" y da cuenta de la preocupación de Kupka por conocer el funcionamiento del ojo o de su interés por las llamadas manchas solares. Es esta última orientación la que domina Aux origines de l'abstraction, la exposición que se inaugura hoy en el Museo de Orsay de París, que va de 1800 a 1914 y que podrá visitarse hasta el 22 de noviembre.
Se trata de acabar con la distinción entre artes del tiempo y artes del espacio
Los pintores descubren el espectro visual del sonido
La exposición, que reúne más de 150 obras, está en perfecta sintonía con otras dos grandes muestras recientes, de las que constituye una lógica continuación y ampliación: la que el mismo museo consagró al Mondrian joven y la que el Centro Pompidou presentó en 1999 sobre Robert Delaunay.
Se trata de una exposición "temática" o "de tesis", en la que el discurso tiene mayor importancia a la hora de elegir las obras que su estricta calidad formal. El recorrido se abre con una obra estrictamente contemporánea, un encargo hecho a Ann Verónica Janssens. La artista belga ha creado para esta muestra una habitación de una luminosidad deslumbrante obtenida a base de luz de colores que parpadea alternativamente en unos proyectores cubiertos de gelatina.
El resultado es esa experiencia casi cegadora que luego evoca a su manera el romanticismo de Caspar David Friedrich en su pequeño cuadrito Mujer ante la aurora (1810), o con la que también juega Turner en su Regulus (1828), una obra que se inspiró en la historia del centurión al que sus torturadores le privaron de párpados para que nunca pudiera volver a cerrar los ojos.
A su manera, Claude Monet, cuando pinta la fachada de la catedral de Ruán, también quiere dejar constancia de la evolución del impacto de la luz, o André Derain nos habla de la perturbación de las tonalidades naturales a partir de los cambios motivados por la inclinación del Sol y su manera de incidir y reflejarse en el agua. Friedrich, Turner, Van Gogh, Whistler y Schönberg son convocados para mostrar cómo tratar la oscuridad mientras que artistas como Munch, Trachsel o Hablick constatan que "el Sol es algo que no se puede reproducir pero sí representar", y lo hacen sugiriendo la incandescencia.
Delaunay y los futuristas como Balla hablan de "frecuencia" y "vibraciones", se interesan por la fisiología, por la retina y los tratados sobre el color de Chevreul. La exposición nos recibe también con un "gabinete de curiosidades" en torno a la Teoría de los colores, de Goethe, una obra concebida como respuesta a las teorías de Newton sobre la refracción de la luz y la descomposición de la misma al atravesar un prisma. Goethe, como Chevreul u Orden Rood, intenta explicarse la existencia del color a partir de las oposiciones y el entorno; niega la posibilidad de captarlos en solitario, en abstracto, sin comparaciones. Diversas máquinas, discos, grabados o prismas nos recuerdan las polémicas científicas sobre la cuestión y cómo los artistas se apasionaban por las mismas.
Los orfistas -Kupka, Souza Cardoso, Russel, Macdobald Wrigth, etcétera- trabajan sus cuadros a partir de un resultado obtenido de la observación científica: el ojo tiende a buscar el color opuesto al que ve, es decir, a organizar automáticamente un equilibrio, un ballet cromático en el que el rojo reclama verde como inevitable armonía complementaria. Las telas buscan composiciones en círculo, como si ésa fuese la manera lógica en que el ojo circula de un lugar a otro, de un color a otro.
Si Odilon Redon idea composiciones simbólicas con el globo ocular, el checo Kupka dibuja el cuerpo humano recorrido por terminales nerviosas relacionadas con un ojo omnipresente, mientras los herederos del romanticismo alemán sueñan con un arte total, con una fusión entre "la pintura y la música, el color y el sonido", tal y como proclama Otto Runge.
La abstracción que resulta de la música aparece como un modelo para unos artistas plásticos que quieren dejar de ser valorados por su capacidad para la representación figurativa. La música es, además, un lenguaje autónomo y los pintores descubren en los dibujos geométricos que nacen de las llamadas "placas vibrantes" el espectro visual del sonido.
Charles Baudelaire intentará ir más allá y establecer una correlación entre colores y melodías, una idea adoptada más adelante por Kandinsky, Exter, Kupka o Franz Marc, partidarios de las analogías intentadas en su momento por románticos y simbolistas y que encontrarán su plasmación, a finales del XIX, en inventos como el Colour organ, de Rimington o, poco tiempo después, en el proyecto de filme abstracto, pintado fotograma a fotograma, de Leopold Survage. Se trata también de acabar con la distinción clásica entre artes del tiempo y artes del espacio, un proyecto que parece materializarse en las coreografías de Loïe Fuller, en su baile ondulante con trajes que parecen serpentinas gigantes y que eran iluminados por luces de color que varían continuamente.
Más teóricos o más apegados a los soportes clásicos, Ciurlonis, Kandinsky, Signac o el propio Mondrian intentan asimilar la tela a una partitura y la paleta al teclado. Algunos de los cuadros proponen sucesiones de montañas; otros, una bien orquestada sinfonía de mástiles y olas.
Babelia
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