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Columna
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El famoso IBI

Una de las cosas que irritan a los mortales es la que no tiene explicación racional. Nos sentimos confinados en el cuerpo de Caballería, sección acémilas. En estos días se ha tratado con profusión de un tema que afecta a muchísimos madrileños, pero que vaga en el limbo de la indeterminación: el IBI, Impuesto de Bienes Inmuebles (que el bisoño redactor de un periódico transcribió como "un tío puesto que viene sin muebles"), cuya indeseable cualidad es la de pesar sobre las dos partes de un contrato de arrendamiento. La mayoría de los ciudadanos son propietarios de las viviendas en las que viven, por lo cual les felicitamos calurosamente. Dicho impuesto grava la posesión o su cuota en la comunidad de vecinos. Una gabela más sobre cuya oportunidad no vamos a entrar. Quedan decenas de miles de madrileños que vegetan en el sistema del alquiler y la mayoría de ellos están forzosamente integrados en ese impuesto -incluido o no en el recibo mensual-, lo que imparcialmente parece un disparate jurídico, legal, fiscal y constitucional, si me apuran.

Las cargas con las que se oprime al habitante están o deben estar justificadas, y las leyes, precedidas de un preámbulo en el que vengan explicados los motivos recaudatorios. Es lo menos que se puede hacer con el contribuyente, que no siempre obtiene ventajas con el fruto de sus aportaciones, pero que con ellas está obligado a contribuir al bienestar común. El ideal sería que los impuestos recaigan sobre los sujetos que utilizan el servicio, y que esto tuviera la calidad, suficiencia e idoneidad mínimas, pero entonces tendrían que cerrar las televisiones oficiales, esa pesadísima losa de la que no se libran las generaciones contemporáneas. O los aranceles sobre el alcohol y el tabaco, para quien ya no bebe ni fuma y que luego paga en las prestaciones de la Seguridad Social.

El IBI, según propia definición, carga sobre un bien que tiene dueño, como es lógico, pero su incertidumbre lo vuelca sobre un usuario ocasional, que abona al propietario una renta pactada y cuanto repercuta por imperio de la Administración. Se deja entrever, parece, que suele aplicarse y otro sinfín de dubitaciones que acaban cuando el casero piensa que "va a colar". ¡Y cuela, ya lo creo! Algunos toman la precaución platónica de facturar su impuesto aparte del documento de pago, aunque suele ser práctica común incluirlo. No creo que se deba a malevolencia del arrendador, sino -como en tantas ocasiones- a lenidad e imprevisión, dolosa o no, municipal, en este caso. Parece que fue una concesión -bajo cuerda- hacia los propietario de casas, para compensarles de las reiteradas torpezas en la imprecisa LAU. La letra pequeña de la ley advierte que su impago, por parte de inquilino, no puede ser objeto de embargo. ¿Entonces?

Ha dicho el otro día un preboste municipal: "No cobraremos más, pero gestionaremos mejor". Como eslogan quizá no sea original, pero es manifiestamente increíble, para echarse a temblar. Gestionar bien es algo que esperamos y exigimos a los munícipes para no echarlos a gorrazos en las próximas elecciones. Solicito la amabilidad de que no nos tomen por imbéciles. Se ha cacareado hartamente que el IBI podría contribuir al remedio de la brutal carencia de viviendas y es público que existen en la capital 180.000 deshabitadas. Calculando una media de cinco personas por cada una, estarían alojados 900.000 madrileños, lo que supone un notable e inmediato alivio. Ese tributo debería ir encaminado -para cumplir con la voracidad confiscatoria y la inexcusable protección social- a localizar los lugares vacíos, hasta que se ocupen, y no sobre los que ya alojan familias. El peligro es que inventen otro nuevo impuesto sin amortizar el otro. ¡Ya verán!

¿Cómo se demuestra que una vivienda está sin ocupar? En la suntuosa ciudad de Montecarlo era el recibo de la luz y el amontonamiento de la correspondencia la pista para conocer si había o no inquilino. Pronto se descubrieron aparatos que encendían todas las bombillas durante unas horas al día y algún amable vecino, conserje o cómplice, recogía las cartas. Es más sencillo en cuanto a los pisos en alquiler: aclárese quién debe pagar -el propietario, especialmente en el caso caprichoso o especulativo- y libérese al inquilino de esa injusta pesadumbre. Convertir al casero en recaudador del Ayuntamiento tampoco es de recibo, que al caso viene como anillo al dedo.

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