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Columna
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Tiempos de confusión

La presentación formal del Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, más conocido hasta hoy como plan Ibarretxe, no ha aportado grandes novedades en lo referente a las valoraciones que sobre el mismo ya venían realizando unas y otras fuerzas políticas durante los últimos meses. Los unos siguen refiriendose al mismo como el plan secesionista de Ibarretxe. Los otros, sus impulsores, insisten en que el plan no pretende la ruptura ni la secesión. El conocimiento del texto articulado que, en principio, podría permitir un contraste de opiniones más centrado en sus contenidos específicos, no parece, sin embargo, que vaya a aportar grandes cambios en este sentido.

La gente ha empezado a acostumbrarse -¿tal vez también a resignarse?- a oír hablar de soberanismo, secesionismo, federalismo, libreasociacionismo, autonomismo, y otros diversos ismos, sin poder echar mano de un diccionario ad hoc que le permita distinguir con suficiente precisión el significado de unos y otros términos. El debate político ha dejado paso al eslogan mediático, provocando que asuntos de gran importancia para la vida de la gente se ventilen ante la opinión pública con más ruido que rigor.

En realidad, no se trata en absoluto de un fenómeno nuevo. Recordemos que hubo un tiempo en que hablar de izquierdas y derechas tenía un significado preciso, que podía fácilmente resumirse en un catálogo de aspectos diferenciadores relativamente sencillo y comprensible. Hoy, sin embargo, muchos de esos aspectos distan mucho de estar tan claros, siendo posible la aparente paradoja de que la pareja Blair-Aznar haya aparecido como antagonista de la compuesta por Chirac y Schröder en el debate político europeo de los últimos meses. Desaparecida la posición estatalizante de la izquierda en la concepción de los asuntos económicos, e instalado en casi toda la clase política un visible miedo escénico a proponer subidas de impuestos, el debate adquiere perfiles mucho más complejos y difíciles de trasladar a la opinión pública, por lo que los aspectos simbólicos y mediáticos acaban por acaparar toda la atención.

Salvando las necesarias distancias, algo parecido sucede con los nacionalismos en Europa occidental. Hace unas décadas ser nacionalista implicaba casi necesariamente la reivindicación de un Estado propio, con su moneda, su ejército, sus fronteras comerciales, y todas las caractarísticas tradicionales de los Estados-nación constituidos. Sin embargo, los avances en la construcción europea han convertido en antiguallas la mayor parte de dichas reivindicaciones, por lo que los nacionalismos sin Estado se ven obligados a reformular su discurso, y a buscar nuevas propuestas que permitan reafirmar la propia identidad, pero sabiendo en el fondo que el tiempo de crear nuevos Estados ya quedó atrás.

Hace unos años se habló mucho de la secesión de la Padania, cuando la Liga Norte irrumpió en la escena política italiana. Ahora se habla del estatus de libre asociación del País Vasco, o de la resurrección del espacio conformado por la antigua corona de Aragón. El tema dará para mucho más en el futuro pues, en la medida en que se difuminan aspectos característicos de los Estados-nación, emergen con mucha más fuerza los espacios subestatales como ámbitos, no sólo identitarios, sino también capaces de promover más eficazmente el bienestar de la gente.

No es improbable que, en los próximos años, la frontera entre determinados tipos de nacionalismo sin Estado y diversas formas de autonomismo más radicales en sus planteamientos no esté tan clara como hasta ahora. Por ello, resulta cada vez más necesario separar en lo posible la crítica de posiciones basadas en la defensa de supuestos derechos históricos, del debate sobre otras reivincidaciones de gran actualidad que no por requerir posibles cambios constitucionales dejan de tener legitimidad o de ser sentidas por gran parte de la población. En el Plan recién presentado hay de las dos cosas. Demasiada confusión.

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