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Columna
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Viajeros al tren

En su monumental estudio sobre el Tercer Reich, Michael Burleigh recoge así la impresión de un informante anónimo sobre lo que ocurría en la Alemania de 1937: "Lo que estaba ocurriendo le recordaba la renovación del puente de una línea férrea. Los puentes no podían derribarse, porque hacerlo habría interrumpido el tráfico ferroviario. Lo que se hacía era sustituir una viga, un raíl, día a día, hasta que los pasajeros, que no habían prestado demasiada atención ni imaginado que se estaban sustituyendo trozos y piezas, se daban cuenta de que estaban pasando por una estructura completamente nueva". A lo largo de los últimos meses he recordado en muchas ocasiones estas palabras. Obviemos el caso concreto al que hacen referencia y quedémonos con la lógica profunda del asunto. Cuando escribo estas líneas, el 25 de octubre de 2003, los vascos no sabemos dónde estamos. Tampoco sabemos hacia dónde vamos. La transformación del puente empieza a hacerse notar.

En cuanto que vascos reales y modernos éramos en, por y desde el Estatuto de Gernika. Hoy, en una situación post/contra estatutaria, lo único cierto es que nos encontramos en una fase constituyente. ¿Constituyente de qué? Se nos ha anunciado que Euskadi está de parto, que viene criatura, aunque no sepamos si será niño o niña. Resulta sospechoso este beatífico abandono en los brazos de la incertidumbre cuando las modernas ecografías nos permiten captar hasta imágenes tridimensionales del feto. ¿Qué será, será? Lo que sea sonará.

Sea lo que sea, los vascos hemos iniciado un nuevo camino y los viejos puentes han empezado a ser sustituidos, pieza a pieza, por estructuras completamente nuevas. Somos, más que nunca, un pueblo en marcha. Es verdad que hay mucho rezongón, pero viajan de pasajeros. La locomotora la dirigen otros, los ilusionados, los ilusionantes -¿los ilusionistas? ¿los ilusos? ¿los iluminados?-, los que consideran que llevamos "un año recorriendo el camino de la esperanza" (con estas palabras abrió el lehendakari Ibarretxe su discurso en el Parlamento el pasado 26 de septiembre). Una locomotora que empieza a coger su máxima velocidad, alimentada por un combustible de efectos tan poderosos como desconocidos, cuyo impacto sobre la ecología moral de nuestra sociedad puede resultar crítico: ¿Es el Estatuto cumplido o el incumplimiento estatutario lo que estamos quemando para avanzar? ¿Es del acuerdo o es de la separación de donde obtenemos la energía que mueve el tren? Los rezongones y muchos que observan desde fuera el paso del tren advierten de estos y de otros riesgos, así como de la aparición de grietas en el trazado de la línea férrea. Grietas profundas que evidencian la fragilidad del terreno sobre el que se pretende asentar los raíles que soporten el paso de una sociedad tan compleja como la vasca. Grietas reales, objetivas, que, sin embargo, son negadas o minusvaloradas por quienes dirigen el tren: problemas menores que tienen que ver con el reasentamiento del terreno, dicen. Y nos invitan a dialogar sobre todo ello aunque, eso sí, mientras debatimos el maquinista fuerza la marcha y los ingenieros afines trabajan sin pausa en la sustitución de los puentes.

Sea como sea, en la nueva situación hay estrategias que ya no son posibles o que, aún siéndolo en principio, no son deseables. La sustitución del puente está ya muy avanzada. No es posible, por ejemplo, pedir que paren el tren para apearnos del mismo. Y, aunque sea posible, sería indeseable pretender provocar desde fuera su descarrilamiento. Cada vez está más claro que lo que hay que hacer es tomar los mandos de la locomotora. Convertir el rezongo en propuesta. Hacer valer nuestro título de viajeros con todos los derechos para afirmar, con la mayor claridad, que no hay tren que pueda diseñar su viaje en solitario. Que la complejidad de la red ferroviaria exige una delicada coordinación de esfuerzos. Que sin esta coordinación el choque de trenes es un riesgo demasiado probable. Que hay otras maneras de conducir el tren de todos los vascos. Porque lo cierto es que el proyecto de ingeniería política en el que nos ha embarcado Ibarretxe exige la construcción de demasiadas trincheras como para que el viaje merezca la pena.

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