Guerra contra el suelo que pisan
Israel ha derribado en los últimos tres años unos 4.000 hogares palestinos, muchos de ellos de familiares de terroristas suicidas
En tres años de Intifada, Israel ha destruido alrededor de 4.000 casas palestinas. El campo de refugiados de Rafá, en el sur de la franja de Gaza, ha sido escenario del último episodio de demolición masiva; tan sólo durante el pasado fin de semana los soldados del Tsahal (Ejército israelí) derribaron 150 viviendas.
No se trata de un hecho aislado. La política de destrucción sistemática de casas constituye una estrategia habitual utilizada desde hace décadas por los israelíes para arrancar de cuajo al pueblo palestino de sus tierras.
"Sólo si atacamos Israel dejarán de destruir nuestras casas", afirmaba con firmeza hace unos días Jamal Alí Yusuf, de 55 años, profesor de inglés, padre de siete hijos, mientras custodiaba los restos de su vivienda, de la que apenas si quedaba un montón de escombros.
"Cada día me siento en la terraza esperando que venga la temida brigada de demolición"
"Sólo si atacamos Israel dejarán de destruir las casas", dice un profesor que perdió su hogar
Las excavadoras del Ejército israelí habían irrumpido la noche anterior en el corazón del campo de refugiados de Rafá, de unos 130.000 habitantes, para iniciar la demolición de un grupo de hogares palestinos, alegando que por debajo de éstos discurrían túneles por los que se transportaban armas para los grupos palestinos radicales.
La calle de Salahadin, en otra época una de las avenidas principales de Rafá, es hoy un cementerio de casas. Las palas mecánicas se han llevado de un solo golpe el refugio de millares de palestinos que llegaron a esta zona en 1967, provenientes de Cisjordania, huyendo de una destrucción similar. El barrio se llama Yibna en recuerdo de ese otro Yibna situado a más de doscientos kilómetros hacia el Este y que para todos los vecinos constituye un sueño, un paraíso perdido.
"En la parte de debajo de la casa tenía mi biblioteca, donde acostumbraba a encerrarme a diario al acabar mi jornada en la escuela", continuaba Jamal Alí Yusuf, señalando con el dedo índice un montón de tierra y una puerta metálica desventrada como si hubiera sido incapaz de soportar el empuje de una gran explosión. En la parte superior de lo que queda de la fachada se veían las huellas de centenares de disparos de una ametralladora pesada. En el suelo, abierto en canal, la red rectilínea de cañerías de agua, electricidad y teléfono se había convertido en una madeja enmarañada de tubos.
Los vecinos de este corazón de Rafá, custodiados por milicianos armados con el rostro cubierto, desfilan estos días incansables por las calles del campo de refugiados clamando venganza y llamando a la destrucción de Israel y de sus aliados. Como si se tratara de un eco a las palabras de Jamal Alí Yusuf, el pasado miércoles saltaba por los aires, en la otra punta de la franja de Gaza, un vehículo blindado de la Embajada de Estados Unidos. Murieron tres agentes de la seguridad norteamericana. Se asegura que el ataque fue un acto de venganza de los sin casa.
"Rafá no es un incidente aislado. Desde que estalló la Intifada, el Ejército israelí ha destruido unas 4.000 viviendas palestinas", asegura Jeff Halper, de 57 años, profesor de Antropología de la Universidad Ben Gurión de Tel Aviv, a la vez que animador y dirigente del Comité Israelí contra la Demolición de Casas, una organización pacífica y de desobediencia civil que acoge a centenares de afectados y voluntarios. Su organización afirma que desde 1967, inicio de esta política de destrucciones, hasta ahora Israel ha demolido 11.000 viviendas, 600 de las cuales por razones de seguridad, mientras que el 95% responden a supuestas ilegalidades urbanísticas. Halper sostiene que estas destrucciones esconden un mismo objetivo: desposeer por la fuerza a los palestinos de sus tierras.
La punta de lanza de esta política de destrucción de viviendas está en el Ayuntamiento de Jerusalén. El departamento de Inspección de la Construcción, que dirige el arquitecto Mija Ben Nun, un ex militar, se ha convertido en el centro neurálgico del programa de demoliciones, pero sobre todo en un banco de pruebas para operaciones similares en Israel. Sus planes son secretos. Los expedientes de derribo se instruyen en el más hermético de los silencios. La discreción es absoluta.
La división de demoliciones de Jerusalén ha venido sufriendo sin embargo hasta hace poco la labor de zapa de un topo: el concejal Meir Margalit, de 50 años, pacifista, militante activo del partido Meretz, que durante cuatro años se ha venido dedicando a boicotear las operaciones de derribo tratando de descubrirlas de antemano para denunciarlas ante la opinión pública, provocar presiones diplomáticas, movilizar a la comunidad internacional y atraer a los activistas.
"Durante un corto espacio de tiempo contamos con el apoyo y colaboración de dos ministros claves del Gobierno laborista:Shlomo Ben Amí, como responsable de Interior, y Haim Ramon, para temas de Jerusalén. Ellos consiguieron paralizar un buen número de destrucciones", asegura el ex concejal Margalit, al tiempo que advierte sobre los peligros de una nueva escalada imparable de demoliciones que amenaza con desbordarse e incrementar las iras de la población árabe de la capital.
El Ayuntamiento de Jerusalén destina aproximadamente un millón de dólares al año para financiar el programa de destrucción de casas supuestamente ilegales de los palestinos. Todo ello sin contar con los gastos ocasionados por un complejo sistema de inspección y vigilancia que incluye decenas de funcionarios y los vuelos periódicos de aviones y helicópteros por encima de la ciudad con la misión de tomar fotografías de las nuevas construcciones. Tres empresas de derribos se llevan el plato fuerte del presupuesto. Sus plantillas están compuestas en una mayor parte por obreros árabes.
"¿Sabe usted lo que es esperar? Cada día me siento en la terraza de mi casa esperando que aparezca la brigada de demolición del Ayuntamiento; cada minuto que pasa es un tiempo precioso en mi favor y de mi familia, que podrá dormir bajo techo. Lo único que sé es que no vendrán en sábado, es la fiesta de los judíos", afirma Jader Abu Taya, de 40 años, con ocho hijos, albañil en paro, vecino de Al Ram, en la frontera de Jerusalén Este, un pequeño enclave, que ha ido creciendo en los últimos años de manera salvaje y desordenada.
Jader Abu Taya se cansó de reclamar la licencia de construcción. Como otros muchos vecinos decidió entonces iniciar las obras por su cuenta. Destinó para ello los ahorros de toda la vida de su familia: cerca de 70.000 euros. El pasado julio, la brigada municipal derribó tres casas cercanas. Ahora viven en tiendas de campaña. Él espera ahora el regreso de los operarios encargados de los derribos.
La casa de Salim Shawarmeh, en el campo de refugiados de Anata, en Jerusalén Este, se ha convertido en un símbolo. Desde 1994 la vivienda ha sido destruida en cinco ocasiones. Los pacifistas israelíes se han encargado cada vez de su reconstrucción. Es un acto de desafío al Gobierno y a su política de demoliciones. "Éramos 11 hermanos y vivíamos en una sola habitación de 21 metros cuadrados. Por eso decidimos construir la casa en un terreno que había comprado en Anata. En 1994 desistí de continuar pidiendo la licencia municipal y decidí empezar a construir. Un día de julio, cuatro años después de haberla acabado, aparecieron los soldados gritando que tenía 15 minutos para sacar mis cosas. Tardaron ocho horas en demolerla. La reconstruimos inmediatamente, pero volvieron a destruirla", explica uno de los miembros de la familia Shawarmeh. Ellos también esperan la llegada de la excavadora.
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