Vergüenza por la sanidad pública
Hace sólo unos días que mi padre ha sido dado de alta en el hospital Reina Sofía. La estancia en un centro hospitalario es una situación extraordinaria tanto para el enfermo como para los familiares que le acompañan. Las personas que trabajan en él deben hacer lo posible no sólo por eliminar o aminorar las dolencias de los enfermos, sino que, además, deben procurar hacer lo más agradable posible la estancia del enfermo y la del familiar que le acompaña. La situación se agrava si residimos a 85 kilómetros.
Mi paso por Neurocirugía, Módulo A de la sexta planta, ha sido tan descorazonador para mí por el cúmulo de despropósitos que mi familia y yo hemos padecido que, además de presentar una reclamación a la Junta de Andalucía, con fecha 23 de septiembre de 2003, siento la obligación moral de manifestarlo públicamente.
El personal médico circula por la planta con el empaque de quien se cree muy por encima de los demás mortales y no necesita hablar con los familiares ni comprende que unas palabras en un momento adecuado son para nosotros fundamentales. Para lograr hablar con ellos hay que salir corriendo y seguirlos mientras continúan avanzando hacia el ascensor. Tras haberte mirado con cara de pocos amigos, te dicen algo. La información es opaca, puede tardar una semana en llegar y la dan de mala gana.
La supervisora, Reyes, es un buen ejemplo de lo que allí pasa. Manda callar al familiar que intenta hablar con el médico. El personal técnico sanitario a veces se pasa la pelota de un turno a otro: si te das cuenta una tarde de que tu padre tiene la herida de la cabeza sana y que las grapas le están produciendo sangrado, te dicen que esa es una tarea del turno de mañana. En tres ocasiones, tras una inesperada bajada de azúcar, tuve que acercarme a ellas, pues parece que no oían el timbre, y rogarles que vinieran a la habitación. Sólo tras decirles que si pasara algo íbamos a tener problemas, se acercan y le ponen el termómetro, después le toman la tensión y, finalmente, con mucha tranquilidad, le hacen un control de azúcar.
El personal auxiliar no sabe de necesidades urgentes. Un pañal puede estar más de una hora esperando que lo cambien. Para otras cuestiones tienen una excusa comprensible: si el celador no viene, cosa que ocurre de vez en cuando, ellas no pueden levantar al enfermo. De ello deduzco que por ahorrar celadores, no se llevan a efecto las órdenes de los médicos. Si ésta es la política de la Consejería de Salud, no la entiendo.
Con respecto a la comida, malo es que la sirvan medio fría por el largo camino que va desde las cocinas centrales a la habitación, pero no llego a entender por qué en algunas ocasiones llegaba la bandeja y otras no.
Para mí no es grato hacer pública esta queja, pues me lleva a recordar momentos muy desagradables, a la vez que puede desacreditar el sistema público de salud, pero ocultarlas sería mucho más perjudicial, pues los fallos no se corrigen mirando a otro lado.
Mi único objetivo al hacerlo es que esto pueda servir para que otros enfermos, que llegan a esa planta involuntariamente, después de haber pagado durante toda su vida a la Seguridad Social, se encuentren a gente que les trate como personas y no con la prepotencia, la opacidad y esa ignorancia de los demás, lindante con el desprecio, que parece ser el modo habitual de actuar del personal de esa planta, con la honrosa excepción de algunas personas.
También tengo la necesidad de hacerlo porque soy trabajadora de la sanidad pública y he prestado mis servicios en varios hospitales. Es una tarea que realiza muy a gusto, en la que me siento realizada y en la que mi mayor satisfacción es el agradecimiento que mi esfuerzo produce en las personas hospitalizadas. Sencillamente, he sentido vergüenza por el trato que dan al enfermo, a cuyo servicio están, y al familiar acompañante, que es su colaborador permanente. Y he sentido mayor vergüenza aún por ser éste también mi trabajo.
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