_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Medem como síntoma

¿Puede uno considerarse no nacionalista y, sin embargo, favorecer sin parar los objetivos del nacionalismo vasco? Pues claro. Las maneras son múltiples, más indirectas que directas y -sobre todo- de omisión. Pero hay un modo tanto más eficaz cuanto más inadvertido, una práctica en apariencia inofensiva que se revela letal para la ciudadanía. Me refiero al recurso ordinario a ciertos tópicos y frases hechas que nos aseguran el cálido abrigo del grupo al precio de dejarnos moral y políticamente desarmados ante la sinrazón. Un selecto muestrario de esos estereotipos se halla en la "memoria" que Julio Medem adjuntó a su última película y en sus varias declaraciones a la prensa. Merecen la atención pública porque no son sólo suyos, sino de demasiados en la comunidad autónoma vasca y, a lo que se ve, en otros muchos lugares. Sólo que en esta tierra nuestra agravan la enfermedad colectiva y acaban consintiendo el crimen.

Tantos tópicos, y tóxicos, a propósito de la podrida situación vasca podrían agruparse en torno a este central: la recomendación de no juzgar. Medem dice haberse dirigido a sus entrevistados "buscando en todo momento su parte de verdad, su porqué profundo, pero sin juzgar" (en adelante, la cursiva indicará sus expresiones textuales). Es como si con la solemne condena de ETA ya hubiéramos cumplido y nadie debiera pedir más reflexión de un ciudadano honrado. Qué ocurre entonces con la ligera incoherencia entre ese propósito y el montón de juicios acumulados en el mismo texto contra el nacionalismo ultraespañol será cosa que pasaremos por alto. Aquí sólo interesa mostrar que esa pretendida abstención representa todo lo contrario de altura de miras y tolerancia; certifica nada menos que la completa dimisión del sujeto civil y moral. No habrá que extrañarse de que, anulados los juicios, reinen sin disputa los prejuicios.

Por ejemplo, ése de que "todos tenemos un trozo de verdad, sea grande o pequeño". No es poco suponer que la verdad (o la mera verosimilitud) está universalmente repartida, pero es mucho descuido dejar sin aclarar si el tamaño de esas porciones resulta igual o diverso en cada uno. El caso es que juzgar significa discernir o discriminar, y aquí se pretende más bien esa indistinción por la que todos los vascos son pardos. Su versión moral es la indiferencia y, con ella, la irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas. Pues, extirpado de raíz el feo vicio de juzgar, ¿cómo resolver el cuánto de grande o pequeña de esa presunta verdad que cada cual atesora? ¿Cómo sopesar las dosis de justicia o injusticia que nutren el "conflicto vasco" y, por tanto, en qué dirección habría que encaminarse para dar con su remedio deseable? ¿Les tocará a todos los pareceres políticos corregirse por igual, a todas las partes ceder lo mismo en este trance? Conceder graciosamente de entrada a todo el mundo alguna verdad es la confortable coartada para eludir el trabajo de acercarse a ella. Otra argucia probable del miedo; por lo menos al miedo de dejar de "ser de los nuestros".

Ya se ve que el proclamado respeto oculta un desdén efectivo de las personas y de sus ideas. Pues una cosa es que todos en su película tengan su opinión y otra bien distinta que esa opinión haya que "respetarla al máximo". Aquí se confunde, ¿hasta cuándo?, el respeto de las personas con el de sus opiniones, cuando la mayor deferencia hacia aquéllas sería tomar en serio sus reflexiones y el máximo respeto hacia éstas exige contrastarlas. Se confunde ¡todavía! el derecho indiscutible a la libre expresión con el descomunal derecho a que todo lo expresado sea valioso y hasta igual de valioso. Y como las opiniones políticas no son científicas al modo de fórmulas químicas, se añade que nada ni nadie puede dirimir su validez, y ancha es Euskadi.

Sólo así se entiende que nuestro cineasta y tantos como él encarezcan con todo candor "el respeto a cualquier opción"; es decir, como si fuera posible acoger a la vez -manías del principio de no contradicción- una preferencia y su contraria, incluida ésa que rechaza cualquier otra preferencia que no sea la suya. El ideal de una tesis doctoral o de un documental cinematográfico estriba, al parecer, en "que no se decante por un lado o por otro", en asentarse en esa fantasmal tierra de nadie donde no florece la vida ciudadana, pero donde los reaccionarios progresistas descansan tan felices. De ahí esa indecente equidistancia, que se cree equitativa por tratar igual a los desiguales, a los razonables y a los creyentes, a los que ponen los muertos y a los que recogen los frutos de la matanza. Se diría que no hay en el presente valor más celebrado que el empeño de no valorar.

Convertirse en un buen director de cine o arquitecto requiere un esfuerzo notable; demócratas, en cambio, lo seríamos de toda la vida, como si hubiéramos nacido con los deberes civiles hechos y las lecciones políticas bien aprendidas. No se puede malentender peor la naturaleza de nuestro régimen que como la explicaba un dirigente juvenil del partido de la oposición al salir del estreno de La pelota vasca: "El principio de la democracia es que cada uno pueda opinar lo que crea conveniente sobre cada cosa y que nadie pueda juzgar su opinión; a partir de ahí, seguro que esta sociedad es más feliz, y la democracia, más perfecta". Para echarse a llorar. Sí, pero ¿por qué asumir los costes de una educación política para sustentar con razones la propia opción o rebatir las ajenas, si todas valen y ninguna ha de ser desechada? El juzgar de veras ha dejado su puesto al omnipresente "comentar", que es como un juzgar con la boca pequeña, un decir que no nos compromete, un hablar por hablar. Y es que en nuestras opiniones ya no cuenta el valor de su contenido, sino el mero derecho a decirlas; ya no hay que contraponer unas a otras, sino yuxtaponerlas una tras otra. Antes de dar paso a la publicidad, por supuesto.

Lo importante es reunir "la mayor diversidad posible de voces, sin jerarquías", naturalmente. ¿O no repetimos a cada paso eso de que tal o cual cosa no es mejor ni peor que otra, sino simplemente distinta? Según la moda multinacionalista del día, lo distinto no es valioso por lo que tenga de excelente, sino tan sólo por ser distinto: lo diverso es divertido, y con eso basta. Es cierto que, con acierto o sin él, distinguimos los juicios teóricos de acuerdo con el fundamento argumental que los soporta o los disparates que expresen; ordenamos también a sus sujetos en una escala de sabios a legos. Ah, pero en lo tocante a juicios prácticos (morales, políticos), que a nadie se le ocurra insinuar jerarquía alguna conforme al grado de justificación que encierren. En estos tiempos de banal igualitarismo no hay pecado más imperdonable que calificar algo o a alguien de superior, porque eso entrañaría atribuir alguna inferioridad al resto. Uno es su única medida y su solo juez y a nadie debe explicaciones. Con la seguridad de que no será puesto en duda, pregonamos que "es perfectamente legítimo" hacer esto o aquello, que cada cual "está en su derecho" de decir cuanto se le antoje. Así las cosas, ¿quién se atreverá a cuestionar a Medem cuando concluye que "me siento en mi derecho de ser el pájaro que me dé la gana...?".

Faltaría más, y con mayor derecho todavía porque se ha propuesto nada menos que "no odiar" y "mantenerse sin odiar". ¿Nuevo signo de esa virtuosa ecuanimidad que persigue? ¿O señal más bien de que aquel propósito de guardarse de juicios de valor revela y reclama a un tiempo la falta de los sentimientos afines? Estamos ante una novedosa virtud moral que habría hecho palidecer a Aristóteles: el afán de "ver el odio sin odiarlo". Compadezcamos al delincuente que pena su culpa, desde luego, pero ya no conviene detestar su delito. Como si fuera posible percibir la injusticia y disponerse a repararla sin sentir piedad hacia quien sufre esa injusticia e indignación contra quien la comete. O sea, como si no fuera moralmente sospechoso quién constata el odio creciente en este País Vasco sin que nada le repugne la creencia etnicista que lo ha sembrado y azuzado.

De modo que todo debe seguir igual entre los vascos; mejor dicho, mucho peor. Convocar a un diálogo entre todas las partes en el que no se crucen juicios de valor, pero comience por prejuzgar que cualesquiera posturas son respetables, no sólo significa un dislate absoluto. Es atarse de pies y manos ante un adversario desatado, es perder de antemano la partida ante quienes saben de sobra que la tendrían perdida como se jugara en el terreno de la discusión político-moral. Porque proponerse no juzgar no logra su cometido, sino a lo sumo que nuestros juicios sean en adelante inconscientes y acríticos. Suspender el juicio propio acerca del juicio ajeno no suprime este juicio ajeno, sino más bien le otorga la ventaja de que ahora campe a sus anchas y sin temor a ser contradicho. No lo maldecimos, luego venimos a bendecirlo. Y puesto que son estos juicios prácticos los que orientan la praxis, nuestra rendición no hace más que reforzar la conducta contraria: en este caso, ilegítima a todas luces o simplemente criminal.

¿Cómo entender entonces el consejo evangélico "no juzguéis y no seréis juzgados"? No como esa calculadora reserva de evitar meterse con nadie para que nadie se meta con uno, desde luego. Se entenderá mejor como el debido cuidado en la aplicación de un rasero común y en el respeto al prójimo a la hora del juicio moral. Salvado eso, la regla democrática demanda de los ciudadanos atreverse a juzgar, para así vivir en una sociedad bajo permanente examen público de sus opciones y en continuo debate de sus ideas. Hace ya cuarenta años, con ocasión del proceso contra Eichman, Hannah Arendt dejó sentado que al criminal nazi -como a tantos hombres "terroríficamente normales"- le aquejaba la falta de reflexión para distinguir lo bueno y lo malo. Por eso nos previno contra ese fenómeno contemporáneo sumamente peligroso que es "la tendencia a rechazar el juzgar en general. Se trata de la desgana o incapacidad de relacionarse con los otros mediante el juicio (...). En eso consiste el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal".

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_