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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nobel valiente

Shirin Ebadi, una mujer con coraje, ha declarado que se alegra de su Nobel de la Paz por lo que pueda suponer en Irán, su país, de empujón a la democracia y los derechos humanos, especialmente de mujeres y niños. Con ella se congratulan los iraníes que anhelan la libertad y cuantos valoran que otra activista de la dignidad se sitúe en el mismo prominente anaquel que reúne, entre otras, a Rigoberta Menchú, Aung San Suu Kyi o Teresa de Calcuta. No se ha alegrado tanto el aparato integrista al frente de los medios oficiales de comunicación, que ha dado noticia escueta del galardón concedido por primera vez a un iraní. Ebadi es abogada y no ve conflicto alguno entre el islam y los derechos humanos, pese a que fue expulsada por la revolución jomeinista de la judicatura que ejercía como pionera y ha sido inquilina de la cárcel de Teherán. Los musulmanes demócratas que hay en el mundo tienen por ello un especial motivo de satisfacción.

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Que la distinción a Ebadi es una victoria para las mujeres resulta obvio no sólo en Irán, donde están legalmente discriminadas. Una sociedad no se puede pretender civilizada si no respeta los derechos básicos de sus mujeres y sus niños, concepto que la premiada ha ampliado al declarar que quien milita por los derechos humanos en Irán está condenado a vivir con temor hasta la muerte. Como juez, abogada, conferenciante y escritora, Ebadi ha demostrado, sin embargo, no tener miedo a proclamar que las creencias musulmanas no son incompatibles con la dignidad de las personas. Ni a defender que el poder político debe estar asentado en elecciones libres. Todo ello en un Estado teocrático que permanece todavía en manos de un clan no elegido y fundamentalista, erigido en intérprete exclusivista de designios ultramundanos.

Desde que arrasara en las elecciones de 1997, el Gobierno reformista del presidente Jatamí ha ido perdiendo una batalla tras otra en su empeño de abrir a la democracia el asfixiante sistema iraní. Al comité Nobel de Oslo hay que agradecerle, con su decisión de ayer, que haya inyectado un chorro de aire fresco en las enrarecidas esperanzas de un país joven y expectante y, por extensión, en el oscuro panorama de los derechos humanos en el mundo islámico.

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