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Tribuna:A DIEZ AÑOS DEL BOMBARDEO DE LA DUMA
Tribuna
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Rusia: un sistema deformado e ineficaz

En la madrugada del 4 de octubre de 1993, tropas fieles al presidente Borís Yeltsin cañonearon la sede del Parlamento ruso, donde se habían atrincherado sus adversarios tras los desórdenes del día anterior. Fue el desenlace de una pugna entre dos instituciones irreconciliables -el presidente, por un lado, y el sistema parlamentario de corte soviético, por otro- que aspiraban al monopolio del poder y que no querían hacer concesiones, porque, según las tradiciones rusas, el compromiso no es posible y alguien debe vencer.

Rusia estaba ante un callejón sin salida institucional que sólo podía resolverse con la victoria de uno de los bandos. Los vencedores acabaron con los restos del sistema comunista, pero no han logrado superar algunos de los profundos problemas de la cultura política rusa, vigentes hasta hoy.

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El 21 de septiembre de 1993, Borís Yeltsin transgredió sus competencias constitucionales y disolvió el Sóviet Supremo y el Congreso de los Diputados Populares. Estas dos Cámaras eran residuos del viejo sistema soviético, pero no un Parlamento en sentido estricto. De acuerdo con el artículo 104 de la ley fundamental, el Congreso era el órgano supremo de poder, podía tomar cualquier decisión, controlar el Ejecutivo y enmendar la Constitución a su antojo, pero no respondía de nada. En cambio, el presidente, que había sido elegido por sufragio universal y por tanto era una institución legítima, tenía toda la responsabilidad por la política real, pero era impotente frente al Congreso.

El Congreso tenía una legitimidad jurídica, pero muy poca legitimidad política, porque tenía un apoyo social escaso, a pesar de oponerse a las impopulares reformas de Yeltsin. El presidente carecía de facultades para disolver el Congreso, así que, desde el punto de vista de la legalidad, Yeltsin dio un golpe de Estado el 21 de septiembre. Su actuación fue ilegal, pero legítima.

El conflicto se resolvió mal, pero hubiera sido aún peor un triunfo del Congreso, tras el cual el jefe del Sóviet Supremo, Ruslán Jazbulátov, y el vicepresidente de Rusia, Alexandr Rutskói, hubieran acabado enfrentándose entre sí.

En Europa del Este las fuerzas políticas llegaron a un acuerdo sobre el pasado, el presente y el futuro. Comunistas y no comunistas supieron forjar compromisos y moldear algo nuevo. En Rusia, en cambio, las élites lucharon con intransigencia por el monopolio del poder. En Rusia, a diferencia de Europa del Este, la transformación del régimen comenzó como una evolución desde dentro y no mediante una revolución más o menos consensuada. El Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) tuvo que abandonar paulatinamente las posiciones que defendía y en 1991 se desmoronó junto con el país. Pero el sistema continuó vivo en el Congreso de los Diputados Populares, que era un órgano elegido para asegurar la continuidad del poder del partido y no una estructura funcional con responsabilidades.

En Rusia, la revolución que acabó con el sistema soviético no sucedió en 1991, sino en 1993. El golpe de Estado de Yeltsin abrió la puerta a un sistema político más moderno. Formalmente, surgió una división de poderes y competencias. Hay elecciones, hay Parlamento y la Constitución de diciembre de 1993, que es mejor que la soviética.

Lo que tenemos, sin embargo, es un sistema deformado e ineficaz, donde el líder máximo tiene enormes competencias y el resto de las instituciones son muy débiles. La presidencia se eleva por encima de todas ellas y puede en la práctica bloquear todas sus manifestaciones de independencia. Nuestro sistema es unipolar y monopolista, justamente porque el conflicto de 1993 se resolvió de acuerdo con la regla de juego, según la cual el ganador se queda con todo.

No obstante, la principal consecuencia negativa del golpe de Estado de 1993 es que hasta ahora no ha podido surgir un Estado-árbitro normal, porque el poder es demasiado débil para tomar decisiones estratégicas.

Como el sistema no es una dictadura, diversos grupos dentro de la Administración burocrática pugnan entre sí en una lucha destructiva por influir en la primera figura, que se ve obligada a maniobrar entre ellos, apoyándose ora en unos ora en otros. En este sistema piramidal, los partidos políticos en tanto que alternativas diferentes no pueden formarse porque todos ellos se orientan hacia la primera figura del país, si ésta es popular, o bien arremeten contra ella, si no lo es.

Los politólogos rusos comprenden hoy que la libertad de mercado no asegura el funcionamiento de la democracia y que hay que resolver el problema del rendimiento de cuentas ante la sociedad. Tanto el aparato del Estado y la burocracia como las instituciones políticas deben asumir las responsabilidades concretas de las que hoy están eximidos. La formación de un Gobierno responsable ante el Parlamento, apuntada por el presidente Putin, permitiría la aparición de partidos políticos también responsables.

En Rusia ha cambiado el régimen, pero no ha cambiado el sistema dominado por una burocracia que se escabulle de sus responsabilidades ante la sociedad y se orienta hacia la primera figura del país. En el 93 se planteaba el problema del poder político, pero no el problema del sistema. La revolución de 1993 fue anticomunista, pero no tocó el sistema, que tiene hondas raíces y que no se puede eliminar así como así, sino que se debe transformar poco a poco y sin violencia. En la sociedad deben surgir sujetos influyentes en los que se pueda apoyar el poder político, pero las autoridades rusas no necesitan hoy de empresarios deseosos de respetar las leyes, pagar impuestos y ser independientes, porque para la supervivencia del sistema el mantenimiento de la dependencia es más importante que acabar con la corrupción. Sólo la alianza de los responsables políticos con el empresariado no corrupto y con la sociedad permitirá cambiar este paradigma de la historia rusa.

Texto transcrito por Pilar Bonet.

Ígor Kliamkin es politólogo y miembro de la Fundación Misión Liberal.

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