'Sine ira'
La película de Julio Medem es mejor que las explicaciones de su autor sobre el impulso que la hizo nacer y la voluntad que la anima. Su interés recobrado por lo vasco fue consecuencia, ha escrito, de "haber presenciado espeluznado la campaña electoral de las elecciones vascas del 13 de mayo de 2001 (...). Asistí horrorizado al espectáculo de la calumnia, la mentira y el linchamiento contra el nacionalismo vasco". También reivindicó, en una entrevista, la neutralidad con que en la cinta se presentan las distintas visiones del drama vasco.
De la denuncia verosímil de torturas a una detenida, a las imágenes de atentados, la película constituye un reflejo bastante fiel de la situación vasca actual. Es decir, el reflejo de una sociedad atemorizada y en busca de coartadas para no enfrentarse a ETA. La película es representativa porque su neutralidad ligeramente asimétrica la comparten muchos vascos. A esa neutralidad se refería Hannah Arendt cuando, en respuesta a ciertas críticas a su libro sobre los orígenes del totalitarismo, opinaba que "describir los campos de concentración
sine ira no es ser objetivo, sino indultarlos".
Afirmar que La pelota vasca es favorable a ETA sería una calumnia. Julio Medem ni siquiera es nacionalista. Entonces, ¿por qué ha gustado tanto a los nacionalistas? Porque les convence de que tienen tanta razón que hasta quienes no comparten su fe dicen lo mismo que ellos desean creer: que ETA es un horror, pero que el culpable de su persistencia es el Gobierno de Madrid, por su negativa a dialogar, etcétera. Es la misma satisfacción que el viernes pasado dejaba traslucir Otegi al oír a Ibarretxe. No es que se hubieran hecho amigos. Lo que le confortaba era precisamente que fuera un enemigo, el responsable máximo de la detención de etarras por la Ertzaintza, quien decía lo que ellos llevaban años sosteniendo: que el Estatuto fue una imposición hispana incapaz de satisfacer las auténticas aspiraciones del pueblo vasco.
La campaña del PP de "confrontación totalitaria contra el nacionalismo vasco", a la que "también se apuntó el PSOE y la práctica totalidad de los medios de Madrid", y que tanto irritó a Medem, coincidió en el tiempo con la campaña de ETA contra concejales y otros miembros del PP y del PSOE. Concretamente, con los asesinatos de los socialistas Fernando Buesa, J. L. López de Lacalle, J. M. Jauregui, Froilán Elexpe y Ernest Lluch, y de los populares J. M. Pedrosa, J. M. Martín Carpena, Manuel Indiano, J. L. Ruiz Casado y Manuel G. Abad. Por injustas que fueran las acusaciones contra los nacionalistas, había motivos más graves para sentirse indignado. "La historia nos enseña", escribió también Hannah Arendt, "que no es en modo alguno natural que la visión de la miseria mueva a los hombres a la piedad".
¿Eran tan injustas esas acusaciones? A la luz del plan Ibarretxe, lo mínimo que puede decirse es que tenían razón quienes advirtieron de que una nueva victoria electoral sería interpretada por el nacionalismo como un aval para romper el consenso autonómico. Es posible que algunas críticas demasiado sumarias de políticos y periodistas contribuyeran al reagrupamiento del voto nacionalista (incluyendo el de anteriores votantes de HB), y también a la ulterior radicalización soberanista. Es un aspecto a tomar en consideración con vistas a lo que ahora se plantea. Sin embargo, sería injusto ignorar que en no menor medida contribuyeron a ese desenlace los avalistas (de Madrid y otras plazas) que convencieron a Ibarretxe de que nada malo había en poner patas arriba el sistema autonómico: los que quitaron importancia a lo que estaba en juego -tomándolo por un juego-, certificaron la constitucionalidad de su plan y consideraron absurda la sospecha de que el PNV pretendiera aprovecharse de la inferioridad de condiciones de los sectores acosados por ETA. Todo lo cual difícilmente podrían mantener hoy.
Un intérprete tan cualificado como Xabier Arzalluz ha dejado claro estos días el significado del plan al advertir de que si no se acepta el pacto que propone Ibarretxe, el nacionalismo optará por la ruptura unilateral con España. Una situación que sin duda requeriría un liderazgo firme y experimentado. Arzalluz podría ocuparse, pero ello le plantea un dilema: si acepta dejar la presidencia del PNV, dará gusto a sus muchos enemigos, contra los que arremetió con ira el domingo en las campas de Foronda; pero si decide quedarse una vez más, les dará la razón: nunca confiaron en su compromiso de irse al finalizar su actual mandato.
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