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Maragall: camino a la soberanía mínima

¿Me permitirán una pizca de psicología de baratillo? Oigo hablar tanto de quién es, de cómo es Pasqual Maragall, que se me ocurre apuntar algún rasgo de su personalidad que no es quizás tan notorio. Yo siempre he pensado que no debería nunca darse el Poder a aquellos tan neuróticos o tan inseguros como para necesitarlo. Lo malo es que son esos necesitados, ellos precisamente, quienes con más ahínco pugnan para conseguirlo. ¿Pero es imposible imaginar un mundo donde se dedicaran a la política aquellos a quienes no hace falta; aquellos que no precisan doblegar a los otros para creer en sí mismos, y que pueden contemplar el mundo con el "desinterés" estético y el "interés" ético de quienes no necesitan mandar para saber que existen?

Hegel respondió que no es posible: que se trata de un círculo vicioso insalvable -estructural, diríamos hoy- ya que el amo sólo se puede saber y sentir amo en la medida en que doblega la libre voluntad del siervo. La única cura de las vejaciones que desde niños hemos sufrido -añadiría Canetti- es transferirlas a un tercero. Sólo humillando a otro nos aliviamos de las humillaciones que arrastramos y que, de otro modo, nunca acabaríamos de digerir. De ahí la importancia de encontrar un sujeto paciente o recipiente (el hijo, la mujer, el subalterno) en quien transplantar esas banderillas que nos siguen escociendo los lomos.

La casualidad hizo que el tiempo en que yo leía a Hegel y a Canetti visitara casi cada noche la casa de Jordi Maragall. Y la experiencia en aquella casa dio al traste con todos mis intentos de verificar la teoría hegeliana. En mi propia familia aún se podía decir, quizás, que mi padre era el amo. En casa de Maragall, en cambio, la especie no existía. Ni se olía. Allí no había amos. Y como la propia teoría de Canetti sugiere, eso del amo es un virus de transmisión exosomática.

El caso es que Pasqual Maragall no conoció la imagen o modelo del amo y su "voluntad de poder". En el margen de un libro de Nietzsche, que yo guardo, su padre había escrito estas palabras: "¿Voluntad de poder... o de saber... o de querer? ¡Qué va, eso no son voluntades, son afecciones! Y Dios nos libre de que la primera se nos coma a las demás hasta hacerse monográfica".

Yo creo que Pasqual Maragall guarda esta especie de temor y de pudor frente al poder, al propio y al de los demás. A menudo le he oído decir que, más que prodigar leyes, convendría favorecer usos, códigos de conducta, sistemas de convivencia, convenciones tácitas... De ahí, quizás, que los mandatos de Maragall a su gente tengan siempre algo de elíptico o de subjuntivo. Por eso dicen algunos que no le entienden. ¡Pues claro que no le entienden! Acostumbrados como están a oír y obedecer órdenes o consignas, no caen en la cuenta que los imperativos de Pasqual son más bien meditaciones o reflexiones que exigen precisamente eso: ponerse en disposición de reflejar las cosas mismas; de sintonizar las geodésicas políticas con las necesidades más cotidianas de la gente. A eso se refiere cuando habla de su "nacionalismo práctico". A eso y a su empeño en crear un escenario donde el eventual sentimiento español de los catalanes deje de estar secuestrado, como los papeles del 36, en los archivos de la meseta, y donde la asociación con España sea no sólo libre y creíble, sino también querible. Aunque todo esto, claro está, es todavía como pedir la luna de Madrid, más fantástica aún que la propia luna de Valencia.

Decía que la casualidad -por no decir el destino- parece estar poniendo delante del país a ese hombre voluntarista y tozudo a quien, sin embargo, no le gusta el poder puro y duro; un hombre que no lo ha buscado, sino que más bien ha huido de él, hasta encontrárselo entre las piernas y obligado a jugarlo; un hombre que no necesita mandar, pero, eso sí, que una vez puesto, quiere ganar. ¿Y para qué quiere ganar alguien que no es precisamente adicto al mando? Yo diría que para dejarse conducir por la propia realidad del país con la intención de impulsarla más que estampillarla, de darle ímpetu más que dejar en ella su impronta. Éste es, en todo caso, su destino, si es cierto aquello de que el destino es el carácter. Ese mismo carácter o "gracia" que, según Simone Veil, "es lo único que puede dar coraje dejando la ternura intacta, o dar ternura dejando intacto el coraje".

¿Que esto es imposible? ¿Que tanta delicadeza es cosa de pusilánimes? Quizás sí, pero yo os aseguro que, como se dice de ciertas personas, en apariencia enfermizas, que "tienen una mala salud de hierro", de Pasqual Maragall puede afirmarse sin duda que es un "pusilánime de hierro".

La izquierda nacional debe ayudarle en este empuje hacia una Cataluña más como es, más de todos, más parecida también a lo que puede llegar a ser (con un AVE, por ejemplo, entre los puertos de Bilbao y Barcelona, para lo que faltarían sólo 60 kilómetros a la red entre Logroño y Miranda del Ebro, y que tendría quizá sobre la Península un efecto análogo al del canal de Suez en África). Hemos de ayudarle, si más no, con la esperanza de que será luego Maragall quien deberá echarnos una mano en la construcción de nuestra soberanía: de esa "pequeña soberanía" que les queda aún a los Estados no hegemónicos luego de que la Internacional Financiera devaluara las soberanías y el Corte Americano las pusiera definitivamente en rebajas.

No soy un iluso: me estoy refiriendo a una soberanía mínima, sin duda. Pero una soberanía que sirve a los pueblos para proyectarse o protegerse, y que Cataluña necesita para responder a los específicos problemas que nos plantea desde la globalización hasta la inmigración o la educación. Se trata de retos que no podemos enfrentar con un brazo atado al federalismo del "máximo común denominador" español, y con el otro apartado de toda representación vinculante en las instituciones europeas. De ahí que para ser competitiva (y solidaria) no le baste ya a Cataluña seguir regateando competencias (y transferencias): necesita un marco político propio, solvente, competente, y desde ahí, sólo desde ahí, tan asociado a España como sea posible. Y también a la Hispanidad, ¡qué caramba!

Por mi parte, sólo espero que esas divagaciones políticas no sean tan de baratillo como las psicológicas por las que he comenzado. Y que se entienda por qué, en vez de reclamar la máxima autonomía que aquí nos regatean, aspiramos algunos a esa mínima soberanía que hoy en el mundo se prodiga y a la que Maragall deberá acercarnos.

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

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