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Columna
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¿Quién educa?

Con los niños en el redil de la escuela la vida ha vuelto, es un decir, a la normalidad. Por normalidad acaba entendiéndose una balsámica rutina capaz de lograr que las piezas de la complicada cuadrícula social mantengan un cierto equilibrio. La vuelta al cole, como se ha visto en estos últimos 15 días, es pieza clave de esta delicada cadena de equilibrio social.

Entre otras ventajas colectivas, esta normalización de la vida colectiva a través de la escuela parece significar que, al menos por unas horas, nuestros hijos están a salvo -aunque no del todo: la cultura de la imagen está insidiosamente presente en todas partes- del gran maestro global, que es la televisión. Los padres, con los chicos en el aula, no sólo sienten la satisfacción del deber cumplido, sino que se evitan una parte de la obligada batalla cotidiana para que niños y jóvenes no sucumban a eternas horas ante la pantalla.

Sucede, sin embargo, que, en el cole, la televisión y los videojuegos están presentes por otras vías: conversaciones, por ejemplo. Las imágenes virtuales recibidas están tan bien instaladas en las cabezas de las generaciones jóvenes que un buen maestro, hoy, ha de contar con ellas para hacerse entender. "La tele es nuestra competencia más directa", me decía con humor uno de esos maestros hace ya tiempo. No es una banalidad, sino un dato de la realidad: escuela y tele son rivales -no sólo entre los más jóvenes- en una gran batalla cultural.

No está escrito en ningún sitio, pero resulta obvio que, en esta tesitura, la escuela -igual que las familias- siempre quedan atrás. ¿Qué padre o qué maestro puede competir en fascinación, entretenimiento y, al fin, en influencia sobre los jóvenes? ¿No es éste el verdadero "conflicto educativo" de nuestra época? Un conflicto, por cierto, que se ignora, se olvida, se minimiza.

En estas páginas, mis queridos y admirados colegas Joan Subirats y Fabricio Caivano, se han ocupado recientemente de analizar con rigor las raíces y las manifestaciones de lo que han llamado, con justicia, "conflicto educativo". Comparto con ambos sus matizados diagnósticos. Pero me resulta sorprendente que pasen por alto la circunstancia, en mi opinión decisiva, de la pérdida de peso de cualquier tarea docente frente a la abrumadora y avasallante educación -que puede ser, desde luego, mala educación, no entro en ello- mediática actual. Hace ya casi 50 años que Marshall McLuhan habló del Aula sin muros y lamento que intelectuales valiosos e influyentes como Subirats y Caivano no sitúen en ese contexto cualquier conflicto educativo.

No es extraño que las administraciones públicas estén en el limbo -tal vez interesadamente- en la relación contemporánea entre educación reglada y educación mediática, pero sí lo es que, salvo excepciones, el mundo intelectual catalán parezca seguir en la inopia de la actual hegemonía educativa de los medios. Franceses, ingleses y alemanes no hablan de otra cosa porque en las aulas están generaciones que nacieron con la tele en la cabecera de la cuna. Y eso marca tanto que crea nuevas sensibilidades, percepciones y otro tipo de individuos.

Que media España haya seguido, fascinada, los líos de Pajares, Montiel o Pantoja -sobre los que sesudos especialistas del corazón han construido verdaderas tesis doctorales ante boquiabiertos telespectadores- explica muchas cosas de este país. No se pueden pedir peras al olmo. Pasar del analfabetismo a la televisión tiene su precio. Cataluña no es diferente. La tele educa hasta el punto de que si los protagonistas de un culebrón son adúlteros pero católicos, a nadie le extrañará que mientras suben los divorcios y los malos tratos se acepte que la futura Constitución europea hable de las raíces cristianas de Europa. Y pelillos a la mar. Así se construye el futuro.

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