Pagar los platos rotos
No sabremos nunca las verdaderas razones de la guerra de Irak. Hemos pasado de las mentiras gordas -Bin Laden y las armas de destrucción masiva- a las mentiras piadosas -acabar con un tirano, protegerse del fundamentalismo islamista, establecer la democracia iraquí-, todo ello bajo el manto de la guerra permanente contra el terrorismo. Lo que sí sabemos es que Sadam Husein, como Al Queda, han sido un producto de las potencias occidentales y sobre todo de EE UU; como sabemos que puestos a desmontar dictaduras había otras, Corea del Norte, en particular, cuya neutralización era más urgente; a lo que se añade que los suníes y su líder, a caballo del laicismo, eran enemigos jurados de los wahabitas y de Bin Laden. Por lo demás, intentar organizar a golpe de guerra y de ocupación una democracia es un puro contrasentido. Sin olvidar que duros como Rumsfeld y blandos como Powell han repetido que nunca aceptarán un gobierno islamista por muy democráticas que sean las elecciones de que se derive. Contrariamente a lo que sucede con otros países islámicos aliados de Norteamérica, no puede decirse que Irak organizase acciones terroristas en Occidente, por lo que calificarlo de terrorista es incongruente. Y mucho más aún hoy, cuando la ocupación norteamericana dota a la lucha iraquí contra el ejército invasor de una legitimidad que excluye el calificativo de terrorista. ¿Pues eran terroristas los israelitas de Shamir, los argelinos del FLN y los franceses de la resistencia contra la ocupación nazi? Las victoriosas guerras tecnológicas de Bush han producido el caos tanto en Afganistán como en Irak. Los informes de Humans Rights Watch y del International Crisis Group -www.crisisweb.org- sobre la situación en Afganistán no pueden ser más inquietantes: la generalización de la inseguridad; la reconstitución de los talibanes y de sus alianzas con los jefes de guerra locales; el relanzamiento de la producción y tráfico de la droga; las constantes violaciones de los derechos humanos nos resitúan 10 años atrás. Los 10.000 millones de dólares que destina anualmente la Administración americana a Afganistán, de los cuales el 95% los consumen los 9.000 soldados estacionados allí, dejan apenas el 5% como ayuda económica para luchar contra la situación descrita. Lo único que funciona es la construcción del oleoducto de Unocal -clan Bush- por el que vela personalmente el presidente Karzai. Sin servicios básicos, sin electricidad, sin agua, sin escuelas ni universidades, el fracaso es total y las explotaciones petrolíferas apenas cubren una parte de los gastos de ocupación. Como ya sucedió en el Líbano y en Yugoslavia, la radicalización identitaria es imparable: los chíitas, los suníes, los kurdos, cada cual atrincherado en su etnia, sin más convergencia posible que la unión sagrada contra los americanos y Occidente. Los 148.000 soldados USA son incapaces de controlar esta situación y los 4.000 millones de dólares mensuales son de todo punto insuficientes. Pero ni el aumento de las fuerzas de ocupación ni la rotación de las brigadas de combate, que es una de las prácticas más habituales en el Ejército de EE UU, parecen posibles, pues las 17 no afectadas a Irak tienen ya otras misiones y destinos estratégicos. Lo que refuerza la tendencia a hacer pagar a otros nuestros platos rotos. Porque además el déficit se está acercando a los 600.000 millones de dólares y pisa la raya del 5% del PIB que Bush ha declarado infranqueable. En la guerra del Golfo, EE UU asumió tan sólo el 11% del costo bélico y con el argumento de que era el guardián del mundo cargó sobre los demás los cerca de 75.000 millones de dólares restantes. En Afganistán estamos en las mismas y en Irak llegamos a cifras astronómicas. Pero ¿cómo es posible que se pretenda que una guerra que sigue coleando y cuyo único objetivo era establecer el poderío USA y la primacía económica de sus multinacionales, sobre todo las del clan Bush, con Haliburton a la cabeza, la costeen los otros países, sin dar nada a cambio. Querer vender esta conducta vistiéndola de ambiciones democráticas es indigno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.