Me hago policía
Yo quería ser el paseante de Baudelaire en Madrid, pero me veo obligado a hacerme de la policía. Las circunstancias me obligan, o más precisamente el llamado aire de los tiempos, que, enrarecido durante el manzanato, desde mayo sopla mordiente en el rostro de los madrileños. Mi sueño de observador callejero era "casarme con la multitud", la alianza -según el escritor francés- más apropiada para el hombre moderno, quien, al instalar su domicilio en lo numeroso y lo fugaz, puede sentirse en casa estando fuera de su casa. Con tales ínfulas me dispuse a bajar a la calle, sufriendo el primer traspiés humillante nada más salir del portal, pues la zanja manzanata, sin duda el símbolo más descollante de esa funesta y dicen que acabada dinastía municipal, vuelve a rodear, por enésima vez en los últimos años, mi manzana (qué maldición más bíblica le ha caído a esta fruta tan sexy).
Unos cuantos trayectos en el barrio levantado, en el metro congestionado, en el autobús detenido en su carril privado, y las ganas de ser ese "príncipe de incógnito" de Baudelaire que disfruta mirando y paseando se desvanecen. Siento afirmarlo tan bruscamente, amargando quizá a más de uno de mis benévolos lectores el desayuno, pero en el sucio, estridente, impracticable, especulativo, caro, escandaloso (en todos los sentidos) y paralítico Madrid actual los únicos príncipes son los inmobiliarios, mientras el reino de los mendigos se extiende. De ahí mi ingreso voluntario en el cuerpo policial.
Eso no es lo peor. Con este escrito les estoy conminando a todos ustedes a hacerse como yo policías de la ciudad. Entiendo que convertirse así, de golpe, en madero es duro, y está además el problema de que para muchos hombres y mujeres de mi generación, crecidos en la época de Franco, la palabra policía aún despierta un inquietante timbre emocional, sobre todo si es de madrugada y uno no espera al lechero. Olvidemos viejos fantasmas. Devolvamos a la palabra su original y digno sentido. Policía viene de polis, ciudad, con un sentido secundario de limpieza o pulcritud. De hecho en Italia, otro país donde el ciudadano también tendría que pensárselo, polizía y pulizía designan indistintamente al agente del orden y el aseo.
Para este cuerpo del que yo ya soy miembro no se necesita uniforme ni placa, ni siquiera arma. O sí: el arma de la mirada, el olfato y el oído, según la tradición sabuesa anglosajona, que es la mejor. Será por tanto un cuerpo vigilante con los sentidos, aunque no por ello el peligro que los agentes correremos en nuestro cometido sea menospreciable. El manzanato ha dejado una estela de podredumbre social y estética que aún asfixia, y existe a corto plazo la amenaza de que nos caiga la losa de un periodo de corte neolítico (el aguirrense).
De momento tenemos una primera misión que cumplir: inspeccionar la escoba de Gallardón. A este político, que llega a la alcaldía con otro talante y un crédito positivo de su paso por la presidencia de la Comunidad (por ejemplo en cuestiones culturales), le aguarda una tarea ingente de pulizía urbana, para la que, me temo, no le van a ser útiles las pintorescas divisiones motorizadas del servicio municipal, con sus orugas, robots aspiradores, camiones-tanque y demás ingenios tecnológicos accionados algunos por alegres muchachas vestidas de verde. Alberto Ruiz-Gallardón hereda una casa tan sucia, tan desastrada, tan apolillada y rancia que tiene -desde ya- que recurrir a los drásticos y más primarios sistemas de barrido de toda la vida. Si es preciso con pañoleta de nudos en su gominoso pelo (el polvo acumulado en el manzanato arruina cualquier cardado, incluso los de las más altas señoras del PP), el flamante señor alcalde ha de ponerse a dar escobazos a troche y moche bajo las alfombras donde a lo largo (¡larguísimo!) de ocho años su predecesor fue metiendo porquería: los residuos de una ciudad que él se encargó de despanzurrar, malvender, adocenar y afear.
Vamos a estar mirando al nuevo alcalde sin tregua, pues para algo nos hemos constituido en fuerza pública, una polizía pacífica pero marcial. Los primeros indicios que este modesto agente ha detectado en sus rondas no son buenos, ya que bajo la excusa de un compromiso contractual se demora una de las urgencias culturales de esta ciudad: el saneamiento de ese noble espacio del arte que fue el Teatro Español, infectado por los mismos ocho años de componenda tribal y corrupción del gusto.
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