Vida acústica de una ciudadana
A las ocho de la mañana, te despiertas sobresaltada, con un ruido de mil demonios perforándote los tímpanos y entrando a saco en tu cerebro como un Minipimer. Lo primero que piensas es que por fin te han mandado al infierno como justo castigo por todas tus iniquidades. Luego te das cuenta de que estás en tu cama, en un primer piso de cierto edificio del barrio del Raval (alias el Chino), y que el vecino de abajo debe de estar reventando el techo, el suelo, los tabiques o todo a la vez con un martillo neumático, que es el engañoso nombre que se da a las perforadoras que se emplean, entre otros nobles menesteres, para destripar aceras. Cuando los latidos de tu corazón se sosiegan un poco, te metes en la ducha, te vas a la otra punta de la casa huyendo del ruido infernal del martillo neumático y das cuenta de un reparador y nutritivo desayuno mientras piensas que ayer mismo celebrabas con un ataque de euforia el final de las obras de rehabilitación del edificio de enfrente, hostitú.
La ciudad del ruido. Cuando no es un martillo neumático de una obra, son los cláxones de los coches o los cantantes más o menos profesionales
Poco antes de las nueve, cuando estás enfrascada en la lectura de la prensa, una sinfonía de cláxones, entre los que distingues el sonido estentóreo de uno de esos camiones de gran tonelaje, estalla bajo tus balcones. Saludas el hito sonoro con un brinco en la silla y más palpitaciones que en un concierto de Marilyn Manson. La gran ventaja objetiva del concierto de bocinas, que se estructura en oleadas sucesivas más o menos breves y entusiastas -a veces se suma toda la orquesta, otras sólo la mitad de los instrumentos-, es que apaga el ruido del martillo neumático que ruge sólo unos metros por debajo de ti.
De pronto, se apagan al unísono las bocinas y el martillo neumático y te quedas a solas con tus pensamientos. Qué espanto. A lo mejor es la falta de costumbre, pero el caso es que tus pensamientos y tú sois presas durante un rato de un ataque de timidez patológica, como sucede a veces cuando dos personas que no han oído nada una de la otra en años vuelven a encontrarse. Por fortuna, el estrépito agudo y siseante de una de esas sierras radiales cuya misión consiste en cortar materiales duros viene a interponerse entre vosotros. Jurarías que el ruido de la sierra radial no procede de las obras del vecino de abajo sino de algún lugar indeterminado de la acera de enfrente y te sientes como una ciudad sitiada por el enemigo. Tratas de consolarte pensando que, tal y como escribió Italo Calvino en Las ciudades invisibles, todo lo que no está en construcción se destruye. Sin embargo, la poesía se revela en esta ocasión muy poco balsámica y, a pesar del gran Calvino, empiezas a incubar, tú, habitualmente tan pacífica y ecuánime, el huevo de un inminente ataque de mala leche.
Sobre las diez se produce una bendita tregua. Callan los grupos electrógenos, callan las sierras radiales, enmudecen las soldadoras. Sólo queda ya el sordo retumbar de una serie de amortiguados martillazos tradicionales que, comparados con la tecnología punta en boga, casi parecen la música que te pone el psiquiatra para que te vayas relajando. Entonces te dices que ya está bien de molicie y conectas el ordenador para ponerte a trabajar. Tres minutos después, el vecino de enfrente pone un disco de salsa a toda castaña. Para dejar de oír la música del vecino, decides poner música tú también para tapar el ruido. Recuerdas lo que escribe Chuck Palahniuk en Nana (Mondadori): "Es la carrera armamentística del sonido. No se gana con muchos agudos. No se trata de calidad. Se trata de volumen... Animas la competición subiendo los bajos. Haces que tiemblen las ventanas... Dominas. Es una cuestión de poder".
Coges el teléfono, que llevaba ya un rato sonando por debajo del estruendo general. Es un amigo. Te quejas, a gritos, de los martillos neumáticos y toda la mandanga. En lugar de mostrar comprensión, tu amigo te dice que no te quejes, que él no vive en el Raval, sino en el Barri Gòtic, muy cerca de la plaza Reial, en una de las esquinas favoritas de cantantes, borrachos y pixaners. Te dice que en ese mismo momento un par de tipos armados con guitarras le están destrozando los tímpanos. Y, efectivamente, oyes por el teléfono una espantosa melodía seudocountry. Aun así, te molesta que, en vez de escuchar tus cuitas, tu amigo te venga con su rollo de guitarritas que, comparado con lo tuyo, no es más que una fruslería. Te peleas con tu amigo y cuelgas el teléfono poseída por un odio feroz a la humanidad. Los instintos asesinos se agitan en tu pecho. No te facilita las cosas pensar en las veces que la Guardia Urbana ha interrumpido alegres francachelas en tu casa por quejas vecinales. Está claro que el Ayuntamiento combate los ruidos nocturnos que impiden dormir. Este verano, a todos nos han echado de alguna terraza a la una y cinco de la madrugada. Pero, ¿y los ruidos diurnos? ¿Acaso la actividad lúdico-nocturna es la única penalizada mientras que, de día, puedes armar todo el follón que te pase por los mismísimos?
Llamas al Ayuntamiento para preguntar si se está haciendo algo para limitar los ruidos generados por la multitud de obras, públicas y privadas, de una ciudad que se jacta de estar "en transformación". Con gran amabilidad te informan de que, en el marco de La Taula del Soroll liderada por Imma Mayol, se ha elaborado un Codi de Bones Pràctiques con recomendaciones a los encargados de obras y los operarios. Una treintena de empresas de obras suscribió la pasada primavera un compromiso para respetar el código. ¿Y se cumplen?, preguntas sintiendo el súbito rebrotar de la esperanza. Entonces, se hace por fin el silencio, un silencio largo en el que hundirse a placer.
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