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Guantánamo y sus aledaños

Joan Subirats

La confusión crece día a día en Irak, y van cumpliéndose, por otra parte, las predicciones más agoreras sobre las escasas capacidades de la Administración de Bush para convertir la rápida victoria militar estadounidense en algo parecido a un régimen democrático y estable. El unilateralismo y el doctrinarismo parecen recoger sus frutos. Pero mientras, la erosión de las libertades y los derechos fundamentales en distintas partes del mundo se ha visto acrecentada por la política de emergencia permanente que ha puesto en pie la llamada guerra total contra el terrorismo. Y ello ocurre también en los propios Estados Unidos. Como afirman Richard Leone y Greg Anrig en el prólogo del libro editado al respecto por la Century Foundation (www.tcf.org), "Bush ha implementado numerosas políticas que claramente infringen nuestras libertades civiles básicas y no está nada claro que la nación esté mucho más segura". Es en ese contexto en el que convendría recordar lo que sigue sucediendo en un rincón de Cuba.

Como es bien sabido, en estos momentos se retienen en las instalaciones militares norteamericanas de Guantánamo a más de 650 prisioneros. Los detenidos son presuntos miembros de Al Qaeda o del régimen de los talibanes, que fueron ingresando desde enero de 2002. Los mismos proceden de al menos una treintena de países, y si bien la inmensa mayoría son saudíes, yemeníes o de otros países árabes, hay también algunos ingleses, canadienses, australianos, chinos o rusos. No consta la presencia de iraquí alguno. Por lo que se dice, una gran mayoría de ellos se pasan en sus estrechos cubículos las 24 horas del día, con apenas una salida de media hora para estirar las piernas. Son interrogados sistemáticamente. En estos más de 18 meses, los mandos norteamericanos del Campo Delta, como así se denomina, han recogido en sus archivos una treintena de intentos de suicidio. Parece ser que unos pocos han sido dejados en libertad, entre ellos un esquizofrénico y dos ancianos, y ahora se especula con liberar a los menores de edad. Como ha afirmado una congresista norteamericana después de un reciente viaje, tras meses y meses de interrogatorios, sólo seis de ellos están listos para ser juzgados por un tribunal militar por sus presuntos crímenes. Del resto nada se sabe sobre su situación jurídica, aunque la orden militar dictada por Bush el 13 de noviembre de 2001 permite una detención indefinida sin juicio. Es precisamente esa incertidumbre sobre su futuro y sobre el final de su encarcelamiento lo que parece que ha ido provocando las tentativas desesperadas de suicidio. A la inicial consideración de peligrosísimos "asesinos" (Bush) o de "especialmente peligrosos" (Ashcroft), ya hay quien considera que "algunos pueden ser inofensivos" (Wolfowitz), o que son "piezas de segundo calibre". El problema es que no se sabe muy bien qué hacer con ellos. Crece la sensación de incomodidad de la propia Administración norteamericana sobre esa "zona libre de derechos". El no reconocimiento a los detenidos de su condición de prisioneros de guerra (son oficialmente "combatientes enemigos" fuera de la ley), y la no aplicación de la Convención de Ginebra, junto con la indefinición sobre la situación, provocó una carta de Colin Powell a Donald Rumsfeld exigiendo una clarificación del tema, pero de ello hace ya medio año, y todo sigue más o menos igual en ese "agujero negro legal".

Con la "guerra contra el terrorismo" como gran cubrelotodo, los Estados Unidos están creando un precedente muy peligroso desde el punto de vista de los derechos humanos. Y lo hacen repitiendo escenario. Como explica The Nation, hace diez años un numeroso grupo de refugiados haitianos fueron retenidos en la base de Guantánamo bajo la sospecha de que eran portadores del virus del sida. El pasado 8 de junio se cumplieron diez años desde que el juez Sterling Johnson declaró inconstitucional la existencia de un campo de internamiento para portadores del sida, recogiendo así las numerosas quejas y manifestaciones de haitianos y otros activistas que protestaban contra la existencia del primero (y único) campo de enfermos del sida en el mundo. Diez años después no hay juez federal que pueda o quiera asumir una causa en relación a algo que se quiere situar más en la esfera del patriotismo agredido que del derecho incumplido. Guantánamo cae fuera de la jurisdicción de los Estados Unidos y de la vigencia de su Constitución, y hasta hace pocas semanas apenas ha habido debate sobre el tema. Es significativo que una de las consideraciones que realizó a la vuelta de su visita la mencionada congresista fuera que de no clarificarse pronto la situación de los detenidos, Estados Unidos podría encontrarse con que otros países empiezan a aplicar medidas similares a militares capturados sin uniforme, en misiones encubiertas e irregulares.

La reacción política y social a los trágicos atentados del 11 de septiembre provocó la declaración de guerra al terrorismo, una guerra que no tiene ni enemigo claramente identificable, ni delimitación territorial específica, ni tampoco un final concreto al que referirse. Se ha abierto una peligrosa brecha en el control jurisdiccional de la actuación de la Administración, y en esa política de emergencia permanente parece que todo vale. Tras la más que dudosa "Patriotic Act", hemos asistido a una sistemática ampliación de la capacidad de actuación de los cuerpos y fuerzas de seguridad norteamericanas, sin que exista una ampliación paralela de las garantías jurisdiccionales. Se han reforzado muy notablemente las restricciones relacionadas con la inmigración o los permisos de residencia, se han detenido y expulsado del país a centenares de personas sin control judicial efectivo, y se ha llegado incluso a promover el control y la delación popular ante cualquier sospecha o actividad extraña. Una vez más, se ha considerado que la sociedad norteamericana habría sido demasiado benevolente y abierta para aquellos que quisieran aprovecharse de ello. Existen precedentes anteriores de esa misma reacción. La consideración de enemigos a todos los alemanes residentes en Estados Unidos en 1918, el internamiento de los ciudadanos norteamericanos de origen japonés después de Pearl Harbour, o la cruzada anticomunista de McCarthy, provocaron situaciones poco claras desde el punto de vista de protección de los derechos y acabaron años más tarde, como recuerda el prestigioso juez del Tribunal Supremo Thurgood Marshall, con el lamento general por lo ocurrido.

Sin fecha alguna sobre la que especular sobre el final de la guerra contra el terrorismo, y, al mismo tiempo, la idea de que se trata de una guerra no convencional y que, por tanto, no operan las previsiones de Ginebra al respecto, puede ampliar hasta el abuso la situación de "limbo legal" con la que viene operando la Administración de Bush. Convendría ir pensando qué se hace con los detenidos en Guantánamo, con los miles de detenidos en Irak, o con las decenas (no hay datos fiables al respecto) de detenidos en bases militares norteamericanas de todo el mundo. Y convendría, asimismo, que todos fuéramos discutiendo hasta dónde queremos llegar en el recorte de nuestros derechos civiles a cambio de las promesas de seguridad. El señor John Ascroft, fiscal general de los Estados Unidos, lo tiene claro: "A aquellos que asustan a las gentes amantes de la paz con los fantasmas de las libertades perdidas, mi mensaje es éste: sus tácticas sólo ayudan a los terroristas, erosionan nuestra unidad nacional y disminuyen nuestra capacidad para actuar. Están dando munición a los enemigos de América". He ahí una meridiana explicación sobre esa contradictoria pero hasta ahora rentable posición de Bush en la que por una parte reclama la unidad nacional contra un enemigo ruin y evanescente, pero cuya política concreta es polarizadora, partidista y doctrinaria. Acusa a cualquier opositor de antipatriota, pero usa la guerra contra el terrorismo y la seguridad interior para tratar de hundir a sus contrincantes políticos. ¿Les suena?

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona

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