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El conflicto educativo

Joan Subirats

La educación es un espacio más de conflicto social. Lo ha sido y lo seguirá siendo. La escuela no puede ser vista como un mero lugar de encuentro entre actores individuales. Unos que buscan formación y otros que se han preparado para ofrecer conocimientos y pautas de aprendizaje. La escuela es también un espacio social y político. La sociedad pide que la escuela sea capaz de ir modificando sus pautas de funcionamento para adaptarse a los cambios productivos o familiares, y las instituciones públicas definen sus políticas educativas en relación con estas demandas y atendiendo, con más o menos rigor, las voces del sector educativo. De la relativa sintonía entre este conjunto de variables, acabará dependiendo que la escuela cumpla mejor o peor lo que la sociedad espera, y que sus profesionales se sientan mejor o peor reconocidos y "retribuidos" por su labor. No estamos en un momento de pax educativa ni pienso que lo estemos en los próximos años. Estoy seguro de que mi buen amigo Fabricio Caivano, tras su larga experiencia en uno de los mejores observatorios de la política educativa y de la labor de sus profesionales como fue y sigue siendo Cuadernos de Pedagogía, es consciente de ello, a pesar de que postule en su artículo (del 1 de septiembre) un "armisticio total" .

Hoy empieza un nuevo curso. Volveremos a hablar de barracones, de falta de plazas en preescolar o de recursos para atender adecuadamente la buena noticia de que llegan nuevas remesas de niños y niñas procedentes de la inmigración a nuestras escuelas. Pero, al margen de todo ello, lo cierto es que, como dice Caivano en su artículo, "los sistemas educativos están sumidos en una crisis profunda y compleja". La inmensa mayoría de parámetros que sirvieron para construir esos sistemas hace 40 o 50 años han saltado por los aires. Está claro que ni el sistema productivo, ni la estructura social, ni la familia tienen nada que ver con lo que eran hace tan sólo unas décadas.

Este conjunto de cambios no operan de manera "neutral". En medio encontramos competencia de intereses, valores contrastados y relaciones de poder que aceptan de mejor o peor grado las consecuencias de todo ello. A nadie se le puede escapar que por mucho que prediquemos paz y consenso, en el momento de decidir cómo financiamos el sistema, cómo evaluamos conocimientos, cómo fijamos los currículos, cómo gestionamos las escuelas, cómo seleccionamos qué alumnos para qué estudios y en qué escuelas, o cómo formamos y seleccionamos a los maestros, no será fácil evitar el conflicto. Y ello no es nuevo. La enseñanza ha estado siempre en un espacio de selección y de socialización. Decidir quién va a la escuela y en qué condiciones han sido temas conectados siempre con los debates de la justicia social y de la lucha por conseguir determinado estatus o mantener el que se tiene. Y al lado de la tradición meritocrática, vuelve a florecer la idea de que las familias pueden "comprarse" en el mercado educativo el acceso de sus hijos e hijas a buenos ingresos y a un cierto estatus o lugar de residencia. Es así como, en los últimos años, observamos un nuevo eje de conflicto derivado de la creciente voluntad defensiva de un importante sector de clases medias urbanas, atemorizadas por factores de inestabilidad e incertidumbre, entre los que la inmigración es un aspecto más. Tensión que acaba en presión para escoger escuela o defenderla de las posibles "contaminaciones" derivadas de recién llegados o de sectores sociales considerados "poco convenientes".

Así, junto al clásico debate de la igualdad nos ha aparecido la nueva perspectiva de la diferencia. La cultura dominante no es neutral tampoco desde el punto de vista de género, de raza o de creencias. Y en la ofensiva religiosa del PP tenemos un reciente ejemplo, criticado incluso desde las filas de los jesuitas. No existe sólo opresión derivada de una estructura de oportunidades vitales desigual, sino que esa opresión puede también detectarse en la cultura del día a día, incluida la experiencia educativa. La forma en que cada uno va construyendo su propia personalidad tiene mucho que ver con los imaginarios, con los signos, con la manera de usar el lenguaje, y es así cómo va decantándose lo que se acaba viendo como positivo o negativo. Oír hablar a los niños uniformados de una escuela privada, recientemente seleccionada como concertada por la Generalitat, mientras uno viaja hacia Bellaterra, es todo un ejemplo de ello.

Los neoconservadores del PP, con silencios o apoyos selectivos de la derecha catalana, han avanzado en su programa de transformación del sistema educativo y en la inoculación en él de sus concepciones ideológicas. No les ha interesado el consenso. Han aprovechado los malestares, frustraciones y cansancios de los profesionales, y los temores e incertidumbres de buena parte de la población, para ir a lo suyo. Para ellos la igualdad de oportunidades es sólo un problema de aparente igualdad de acceso y no tiene nada que ver con los resultados. El que una persona acabe aprovechando más o menos esas oportunidades, y que sea considerado un "ganador" o un "perdedor", dependerá de su esfuerzo, sin que sean muy necesarios los mecanismos compensatorios, ya que el esfuerzo de los poderes públicos se realizó al facilitar el acceso a todo el mundo. Si los alumnos son capaces de rentabilizar la inversión que se ha hecho en ellos, todo les será posible; si no, su futuro será secundario y dependiente. La mercantilización de la educación acaba así materializándose en el sistema y en la propia concepción educativa.

En 1997 escribí un artículo para Cuadernos de Pedagogía en el que defendía la idea de que tan escuela pública era la que se ejercía desde un centro de titularidad pública y con maestros funcionarios, que la que se realizaba desde los centros concertados. Lo importante, decía, serían los criterios de concesión del concierto, el control sobre los sistemas de acceso y elección de alumnos, la evaluación de sus resultados y de su financiación, etcétera. No he cambiado de opinión. Pero estoy mucho más preocupado que entonces por cómo se han ido extendiendo los conciertos, y cómo se ha seguido sin ejercer el control adecuado, que permita distinguir quién abusa y quién cumple con las obligaciones que debería implicar disponer de financiación pública. Me apunto a la pax educativa si ella nos lleva a esa escuela entendida como espacio público integrador. Y para ello no deben regatearse esfuerzos ni restringir el debate sólo a los miembros de la comunidad educativa. Necesitamos implicar a una nueva mayoría que sea consciente de lo que todos nos jugamos. Bienvenidos sean, amigo Caivano, los manifiestos, los debates y los artículos de opinión, ya que la educación, sus problemas y conflictos, reflejan, ahora como antaño, los problemas y conflictos sociales que aparecen con más fuerza en momentos de transformación y cambio. Y Cataluña está metida en uno de esos momentos.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB

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