Memoria
No creo que haga falta un muerto más para demostrar que los provocadores de la Guerra Civil fueron responsables de una tragedia infame en la Historia de España. Aunque se pretenda perder la memoria o tergiversar el pasado, hubo demasiada barbarie y demasiado olor a pólvora como para admitir una explicación suave del golpe de Estado de 1936 y de la dictadura franquista. Desde que tengo uso de razón y uso de corazón, he subido mil veces por el camino de Víznar con la intención de acompañar a los muertos granadinos de la Segunda República. Aquel barranco, aquellos olivos, aquella soledad dura y cargada de aristas hasta convertirse en piedra, conforman un lugar simbólico. Cuando algún visitante interesado en conocer los últimos paisajes de Federico García Lorca me pidió que lo acompañara al lugar del crimen, siempre contesté que lo acompañaría al lugar de la ejecución, porque no se trató de un crimen, sino de una ejecución, una sentencia firmada por la autoridad de un régimen. Fue un hecho bárbaro, pero legal, apoyado por la misma legalidad que fusiló a miles de ciudadanos y que hizo de España una nación cargada de cárceles, humillaciones, mentiras y silencios. He paseado por los barrancos de Víznar y Alfacar, allí donde la tierra insinúa la forma de una fosa común, con el mismo temblor silencioso de los creyentes que pisan un lugar sagrado, con la misma devoción del indio que recorre la colina de sus antepasados. Y he respirado la memoria de un sueño colectivo, la esperanza rota de unas gentes castigadas por atreverse a imaginar un país moderno, más justo y más libre.
La intención de desenterrar a los muertos de las fosas comunes de Víznar me deja una sensación agridulce. Comprendo que haya familias decididas a recuperar los huesos de sus antepasados, sobre todo si quedan pendientes asuntos legales o si se trata de desmentir la explicación oficial franquista, que a veces se tomó la molestia de convertir sus ejecuciones en accidentes, en no se sabe qué pasó, su marido se fugó y está desaparecido. Pero en el caso concreto de Víznar, y por lo que se refiere a la memoria histórica, creo que las tumbas particulares, cada familia con su cruz y su cementerio, tendrán mucha menos fuerza que el sueño colectivo y la serenidad trágica que flota entre los árboles de aquellos barrancos. Algunos falangistas granadinos se declararon inocentes de la muerte de García Lorca, y lo demostraron con pruebas, porque el día de su ejecución estaban fusilando en otro lugar de la provincia. Un modo curioso de sentirse inocentes. García Lorca fue un muerto más, y la fama de su obra, que está muy viva, sirve para amparar y para otorgar un sentido histórico a los miles de muertos anónimos que fueron ejecutados entre 1936 y 1939 por vivir una ilusión compartida. La familia de Federico García Lorca es noble y justa cuando pretende que los restos del poeta sigan descansando en una fosa común, porque esa será la mejor forma de mantener encendida la memoria histórica. Una tumba particular de García Lorca sólo guardará sus huesos, mientras que el barranco de Víznar, al calor del poeta, tendrá la fuerza de un territorio simbólico. La peregrinación sentimental para devotos me parece en este caso mucho más útil que la lápida consagrada al consumo turístico.
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