Profecía autocumplida
El tiempo pos-11 de septiembre está siendo muy propio de la prestidigitación con trampa, o realización impávida del truco a la vista del público. Es el caso del aspirante a profeta que, viendo a un caballero por la calle, afirma que le quedan escasos segundos de vida y, acto seguido, saca una pistola y lo deja seco de un tiro. Ésas son las adivinaciones a las que se dedica el presidente George W. Bush, número 43 de los ocupantes de la Casa Blanca.
Durante toda la preguerra de Irak, el mandatario adujo como una de las razones fundamentales para acabar con el tiránico régimen de Sadam Husein los presuntos lazos de éste con el terrorismo internacional, à la Bin Laden. Pese a que los servicios de información norteamericano y británico, el uno del otro en pos, alzaron pasablemente la voz para hacer constar que ellos no eran, que nada permitía suponer que existiera tal conexión, Bush ha logrado que gran parte de la opinión norteamericana identifique la guerra de Irak como una paga y señal de la guerra contra el terrorismo internacional. Y José María Aznar -el acólito siempre tiene más cosas que demostrar que el jefe- llegó a decir en el Parlamento español que el descubrimiento en Bagdad de un terrorista jubilado, de la rama palestina y nada que ver con Al Qaeda, al que Israel hasta había dado permiso para visitar a su familia en Gaza, era la prueba irrefutable de que existía ese eje Sadam-Osama.
Hoy cabe decir que el presidente norteamericano ha tenido razón, pero no a priori, sino bastante a posteriori, porque ha sido la guerra la que ha permitido que ese terror nebuloso para el que Al Qaeda es una denominación de conveniencia más que de origen, pueda actuar en Irak.
Con anterioridad a la intervención de los anglosajones en el país mesopotámico, los criminales autores del atentado de Nueva York odiaban y temían al régimen de Sadam Husein por laico y socialista, y éste, cualesquiera que fuesen sus más funestas inclinaciones, mantenía el país impermeable al terror por cuenta ajena. El líder iraquí dispensaba a sus nacionales un terrorismo plenamente autóctono. Y esto lo sabe cualquier mediano conocedor de la zona, lo cual no excluye, pese a numerosas pruebas en contrario, al secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld.
Para una de las cosas que ha servido, entonces, la guerra de Irak ha sido para agujerear esa impermeabilidad y, en una situación de caos galopante, hacer que las fronteras del país se hagan porosas a los integrismos más nefastos del islam, que ahora tienen otro campo de batalla en el que abatir al enemigo anglosajón, así como de ampliar la nómina de nacionalidades en peligro, la española incluida.
Igualmente, el primer ministro israelí, Ariel Sharon, ha forzado el cumplimiento de sus profecías de cuando juraba que el presidente de la Autoridad Palestina, Yasir Arafat, era un enemigo de la paz en Oriente Próximo, y que, por ello, no podía avanzar el proceso negociador, al convencer a Bush 43 de que había que expulsarle del mismo.
El hecho de que Arafat haya logrado mantener algo más que un pie, no en un proceso que no existe, sino en la batahola general de Israel-Palestina, no obsta para que sea verdad que el líder árabe esté hoy mucho menos dispuesto que ayer a contribuir a la marcha de una eventual negociación, dominada por Israel, y de la que se trata estruendosamente de apartarle. Para los que crean que Arafat siempre fue un enemigo de la paz, esto es irrelevante, pero durante mucho tiempo personalidades nada sospechosas de innecesario afecto al prójimo palestino, como el ex primer ministro israelí Simón Peres, han estado diciendo que el rais era esencial para hablar de paz con el Estado sionista.
El origen de esta prestidigitación, con truco porque no tiene truco, es un artículo que publicó en Estados Unidos en 1994 Samuel P. Huntington, titulado El choque de civilizaciones, en el que, con la forma de un ensayo que permitiera plegar velas si llegaba el caso, el autor sostenía que el siglo XXI podía ilustrar algún tipo de mal encuentro entre Occidente y el islam. Huntington, que en realidad sólo quería llamar tanto la atención como Francis Fukuyama -el autor de El fin de la historia-, ya ha puesto en sordina la teoría que ahora el patrón de Occidente pone en práctica. Y como nada es irreversible y todo puede ir siempre peor, no hay como hacer de profeta cuando se tienen los medios para convertir los sueños en realidades.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.