_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Enigmas

José Luis Ferris

La fuente de plaza de los Luceros de Alicante luce, desde el pasado lunes y por segunda vez, un blanco inmaculado. Les aclaro, no obstante, que la escultura que Daniel Bañuls erigió en esa encrucijada urbana en 1931 sufrió su última restitución este mismo año, de modo que en las pasadas fiestas de Hogueras la fuente estrenó un deslumbrante aspecto lacteolítico, ultrablanco y albirradiante que dejó pasmada a la concurrencia. Los expertos advirtieron, pese a todo, que la piedra recuperaría el crudo primitivo tras las inevitables inclemencias del tiempo y la contaminación ambiental, pero hete aquí que un agente incontrolado y cojonero aún por definir -cal del agua, hierro o vete tú a saber qué sustancia orgánica- se ha encargado, en sólo dos meses, de convertir el monumento en un herrumbroso prodigio de sepia-óxido que volvió a dejar sin habla al paseante. Hace unos días, el servicio de Aguas Municipalizadas ha puesto el remedio lavando profusamente la escultura, pero uno no entiende que empresas de probado pedigrí en esto de la restauración cometan un error de cálculo tan llamativo. Y ello lleva a pensar, pese a la buena voluntad de los munícipes, que ni el tratamiento de la escultura ni los meses invertidos en ello fueron los adecuados. Sucede que se trabaja y se discurre contra el tiempo, nunca a su favor. A los romanos que construyeron el acueducto de Segovia no les angustió jamás el cronómetro, por eso hoy la gente sigue fotografiándose bajo sus arcadas sin casco y sin reparo. También Leonardo alcanzó la perfección en su retrato de Monna Lisa no sólo por su virtuosismo y su genio, sino ante todo por su paciencia. El artista de la Toscana se agenció una buena tablilla de álamo, la preparó con varias manos de enlucido, dibujó sobre ella y después diluyó los colores en aceite esencial. Aplicó innumerables capas de tonos casi transparentes y retocó hasta el infinito para lograr ese efecto de sfumato que cargó de belleza y de enigma a la Gioconda. 500 años después, la obra no ha necesitado ni una sola mano de restauración.

Enigmas, lo que se dice enigmas, hay muchos en todo esto, pero antes que la cal o el óxido de hierro está la previsión, la paciencia y el amor a la obra bien hecha.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_