_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Desenredar España

Fernando Savater

A Mario Onaindia, con gratitud.

Al comienzo de su obra más célebre, Hegel propone al lector uno de esos experimentos sencillos que suelen encantar a los grandes filósofos y que son a la vez obvios y profundos. Recomienda Hegel considerar una verdad palmaria, incontrovertible: por ejemplo, que ahora es de día. Pues bien, dice, anotemos en un cuaderno esa certeza -"ahora es de día"- y partamos a nuestras obligaciones acostumbradas. Más adelante, al volver a mirar la línea que hemos escrito, nos aguarda una sorpresa: la verdad indudable se ha convertido en no menos indudable falsedad, porque ahora es de noche. ¿Qué ha pasado? Pues el tiempo: sólo el tiempo se ha encargado de desengañarnos.

Me acordé de esta lección hegeliana, tan sabida y tan olvidada, al leer un reciente artículo de mi amigo Javier Tusell (Péndulos despendolados, EL PAÍS, 19 de agosto) en el que suscribía los intentos del PSOE por reforzar y reformar el mapa autonómico de España, así como me reprochaba cordialmente condenar a los socialistas que pretenden dejar una "pista de aterrizaje" abierta al PNV, para cuando a los burukides se les pasen las ganas de volar a ciegas. En tal actitud mía, como en la semejante de Jaime Mayor Oreja, veía un cierto pendulear despendolado paralelo al péndulo patriótico de los nacionalistas desde el autonomismo al independentismo. No digo que, al menos en mi caso, no se haya dado tal oscilación: como he contado en la autobiografía que Tusell menciona con amable encomio, hace veinte años apoyé sin rodeos la colaboración del PSE con el PNV en el Gobierno de la comunidad, acepté una invitación de la Fundación Sabino Arana, colaboré en Egin y defendí la legalización de Batasuna como partido político, entre otras cosas. ¿Qué ha pasado de entonces hasta ahora? Pues eso, veinte años. Por no hablar de los cientos de muertos y de abundantes desplantes o connivencias sospechosas que contribuyeron a convencerme de que los nacionalistas vascos tenían más fe que buena fe. Nada tiene de malo, por ser muy humano, equivocarse de vez en cuando: lo malo es insistir. No creo que pueda calificarse de "pendular" la conducta del médico que primero recomienda bicarbonato al paciente que se queja de dolores de estómago y luego, al ver que empeora y convencido de que padece un cáncer, decide operarle...

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero tampoco diría yo que "condeno" a los socialistas en la medida en que intentan acentuar el autonomismo reinante. El reciente documento de Santillana propone una reforma del Senado a mi juicio bastante sensata y sin duda algunas otras modificaciones plausibles. Y desde luego no creo que pretendan comprometer la unidad de España ni ningún otro traicionero empeño parecido estilo conde Don Julián, como les achacan algunos exaltados. Sin embargo, mi reproche va por otro lado. Lo que yo cuestiono es la oportunidad social y la urgencia política de tales estruendosos pronunciamientos. En el momento presente, España necesita más descentralización con la misma premura que el Sáhara necesita arena. El pluralismo de nuestro país ha sido reconocido y hasta parcialmente inventado institucionalmente en las últimas décadas hasta un punto agobiante, que tiene ya bastante hartos a la mayoría de los españoles. Los únicos que no se cansan de la droga autonómica son los nacionalistas (y quienes reciben diariamente educación para llegar a serlo), a los cuales cada nueva dosis les empeora la adicción en lugar de curársela. La identidad y la articulación de España es hoy un problema acuciante sólo porque lo quieren los nacionalistas y los políticos que tratan de disputarles el espacio electoral, y no porque preocupe a la inmensa mayoría de los ciudadanos... ¡ni siquiera en las comunidades llamadas "históricas", como si las demás careciesen de pasado! Seguir convirtiendo en eje del proyecto futuro de gobierno nuevas vueltas de tuerca al autonomismo ya ultraconsagrado refuerza las quejas de los disgregadores mientras desalienta a quienes realmente quieren creer en España como una comunidad y no como una maldición inventada por Aznar por orden del presidente Bush.

Lo que está fastidiando este país no es el nacionalismo de los nacionalistas, que después de todo no son tantos, sino el filonacionalismo contemporizador de los no nacionalistas. Las propuestas de Maragall, por ejemplo, pertenecen a ese reino de genialidades coyunturales que cesan de ser interesantes en cuanto comienzan a ser inteligibles. Es lógico que despierten entusiasmo en Odón Elorza y otros talentos políticos de similar alcance. Cuando oímos hablar de la "España en red" lo primero que se le viene a uno a la cabeza es la España de los enredos y de los enredadores: la que padecemos crónicamente desde hace tanto. En cambio a nadie parece preocuparle que en venticinco años de Constitución no se haya llevado a cabo la tarea de educación cívica que muchos hubiéramos querido ver realizada al menos por los socialistas: se ha conseguido patentar institucionalmente vascos, catalanes, andaluces o mallorquines pero no ciudadanos españoles sin remilgos ni arrogancias, que no consideren más "rancia" ni "derechista" la identidad que les brinda su pertenencia al Estado de derecho que las fábulas etnicistas que se inventan sus caciques locales, siempre atentos a los beneficios que les ofrecen ser cabezas de insatisfechos ratones. Ciudadanos que se consideren legitimados para opinar y decidir sobre lo que ocurre en todo su país, que no admitan en ninguna parte exclusiones ni ciudadanías de segunda clase, que escuchen a los demás pero no tengan complejos en hacer oír su voz sobre lo que también les atañe, que no se resignen al "allá se las compongan" ni refugien su desconcierto en la hostilidad hacia quienes -por obra y desgracia de los manipuladores interesados- les van pareciendo artificialmente hostiles en lugar de solidarios. Tal ciudadanía es la asignatura pendiente de la democracia española: ¿podrá resolverla la reforma del Senado o la modificación de algunos estatutos?

¿Hay que proporcionar una pista de aterrizaje al nacionalismo vasco en nuestro sistema democrático? La idea es tan excelente que llevamos intentando ponerla en práctica desde hace un cuarto de siglo: pero nada, que el PNV cada vez parece tener más ganas de despegar y menos de aterrizar. ¿No sería bueno, en lugar de empeñarnos en alisar y señalizar la pista, intentar cortarles el combustible? Sobre las exhibiciones aéreas del nacionalismo vasco hablaba y escribía estupendamente nuestro insustituible Mario Onaindia, al que quizá algunos de sus compañeros de partido hubieran hecho bien en escuchar más cuando estaba vivo en lugar dereservar su entusiasmo para alabarle después de muerto. El secreto de polichinela de todo este asunto es que el PNV quiere cruzar el río de la democracia para llegar a la orilla opuesta sin mojarse los pies, y para eso es imprescindible que la corriente social esté helada: es ETA el congelante que la mantiene así. Ahora el hielo comienza a resquebrajarse y los nacionalistas deben patinar más deprisa, porque cuando el agua vuelva a correr sin trabas habrán perdido su mejor oportunidad. A pesar de repetir incesantemente que el Gobierno central tiembla ante una consulta popular, son ellos los que tienen miedo de que la ciudadanía se pronuncie sin amenazas ni actuales ni aplazadas, son ellos los que temen que el mito de la mayoría nacionalista perpetua se disuelva cuando ya ser nacionalista no resulte forzosamente lo más rentable o lo más seguro. Por eso intentarán este curso político aprovechar la ocasión y harán cuanto esté en su mano para lograr algún apoyo externo, aprovechando los enfrentamientos electorales próximos entre los partidos constitucionalistas.

Cuando al final de Macbeth muere el usurpador, los liberados de la tiranía proclaman: "The time is free". Es a eso, a la liberación del tiempo y de las voluntades ciudadanas, a lo que más temen quienes saben que la hora de su conveniencia sólo la marcan los relojes parados.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_