Resistencia al cambio
Los indicadores económicos de Brasil, la primera potencia económica de Latinoamérica, no infunden optimismo. Es preocupante, por ejemplo, que la inversión extranjera directa haya caído en más del 63% desde que Lula da Silva llegó al Gobierno, a primeros de este año; y aunque parte de este colapso sea atribuible a un descenso generalizado del flujo de inversiones internacionales, también demuestra que permanecen algunas reticencias empresariales hacia la seguridad jurídica y monetaria del país. Las previsiones de crecimiento y empleo no tienen perspectiva de cumplirse. El PIB apenas llega a una tasa del 1,5% y el propósito de generar 260.000 empleos nuevos para jóvenes este año contrasta con el hecho de que en los siete primeros meses más de medio millón de brasileños han perdido sus salarios. Es verdad que la inflación se está controlando, para satisfacción del Fondo Monetario, pero a cambio de imponer tipos de interés muy elevados, próximos oficialmente al 28%, pero que en la práctica diaria se multiplican por dos y hasta por tres veces.
En resumen, crece el desempleo, pero no la economía, y el ambicioso programa contra la pobreza conocido como Hambre Cero se diluye en el marasmo burocrático y la escasez de fondos públicos. No es de extrañar, pues, que aumenten las tensiones sociales, producto de la impaciencia que suele acompañar a las expectativas eufóricas que no se satisfacen de forma inmediata. Esta cadena es un buen ejemplo de las dificultades que tienen los Gobiernos latinoamericanos para salir de la profunda depresión social y económica en que se encuentran. Sin sistemas tributarios vertebrados, sin ahorro interno, sin la confianza del capital exterior, con productividad tecnológica muy baja y deuda externa opresiva, el esfuerzo para mejorar sus condiciones estructurales es tan costoso que suele asegurar el desánimo cuando no se obtienen efectos rápidos.
Las instituciones internacionales y los inversores deben ser conscientes de esta confrontación entre las reformas previstas y la durísima realidad económica brasileña; harían mal en caer en la impaciencia o en el desánimo. Las reformas no se resuelven en seis meses, ni se agotan en un control más o menos precario de la inflación. Son cuestión de inversión, productividad y confianza. El programa de Lula sigue mereciéndola.
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