Una seria advertencia
Ahora que lo peor de la extrema ola de calor comienza aparentemente a remitir, es el momento de sacar algunas conclusiones. Sobre todo porque si, como parece, fenómenos climáticos tan desmedidos van a ser más comunes en el futuro debido a los efectos del calentamiento global -no es ocioso recordar que hace un año por estas fechas la Europa ahora abrasada y sin agua en sus ríos estaba prácticamente inundada por un régimen de lluvias devastador- habrá que adoptar decisiones a corto y medio plazo para evitar que circunstancias similares a las de este verano causen estragos innecesarios.
La situación en España, con ser grave, no ha llegado a las proporciones de Francia, donde el Gobierno admite que el número de muertes relacionadas con la ola de calor puede llegar a 3.000. La cifra podría parecer increíble si se compara con la que se ha venido adelantando en España, no superior oficialmente al medio centenar. Sin embargo, el terrible balance francés puede incluso quedarse corto si se considera el enorme incremento respecto a veranos anteriores del número de fallecimientos contabilizados en las últimas semanas por las empresas funerarias. Hay indicios fiables de que lo mismo sucede en países como Italia y España.
En el caso francés, los sindicatos médicos han denunciado la falta de respuesta a la situación en los hospitales, cuyos servicios de urgencias han resultado colapsados. Las autoridades atribuyeron inicialmente las críticas a motivaciones políticas. Pero la polémica posterior ha permitido conocer graves deficiencias del sistema como la ausencia de climatización en hospitales o la falta de personal especializado en la atención a ancianos, el segmento más vulnerable; hasta el punto de que es ya el primer ministro Raffarin quien admite que muchas cosas habrán de cambiar en el país vecino.
Hay antecedentes de un súbito aumento de fallecimientos por periodos de calor extremo como el registrado hace ocho años en Chicago, pero han sido cuestión de pocos días. No se tiene memoria de un periodo tan prolongado como el que viene afectando a gran parte del continente europeo este verano. Y las muertes inesperadas o prematuras no son la única consecuencia de estos agudos desórdenes meteorológicos. Cuando haya un balance final, la factura incluirá pérdidas cuantiosísimas en el sector agropecuario, además de una parte de los desastres atribuibles al fuego, que presumiblemente no habrían alcanzado su magnitud actual en un entorno termométrico menos violento.
En España han venido ofreciéndose datos facilitados por las comunidades autónomas de personas fallecidas por golpes de calor, un síndrome perfectamente identificado por los médicos. A las cifras iniciales han ido añadiéndose las correspondientes a enfermos con dolencias crónicas (especialmente cardiovasculares y respiratorias) cuyo estado se habría agravado fatalmente a causa de la temperatura. Con ese criterio, el número total de fallecimientos era hasta el viernes pasado de 44. Pero las víctimas serían muchas más si se consideran las cifras de entierros o incineraciones facilitadas por las empresas privadas o municipales. A falta de datos oficiales, en algunas grandes ciudades se ha duplicado de media la del año pasado por las mismas fechas.
Aunque sea arriesgado atribuir ese incremento a un único factor, sería irresponsable no tomarlo en consideración. Hasta el momento, sin embargo, el Ministerio de Sanidad no ha tomado medidas específicas, que se sepa. Es cierto que la sanidad está transferida a las comunidades, pero se echa en falta una iniciativa coordinadora de las actuaciones, incluyendo la difusión de orientaciones a la población que vayan más allá de las advertencias rituales sobre lo peligroso de tomar el sol sin protección. Lo ocurrido este verano -y el fundado temor de que no sea un episodio aislado- debe ser un toque de atención para adoptar medidas que palíen en el futuro las consecuencias de prolongadas temperaturas desbocadas.
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