Los artistas del régimen
En la naturaleza del artista está el sentirse siempre menospreciado. Siempre. Cuando recibe premios, porque la crítica no le celebra tanto como el jurado. Cuando gusta a los críticos, porque no gusta en proporción igual a los lectores. Y si sus cuadros se los rifan los coleccionistas o sus libros alcanzan tiradas de seis cifras o sus películas hacen guardar cola al público, porque teme el desprecio de una élite que no perdona el éxito. El ideal sería volver al tiempo ingenuo y sentimental en que no existían premios, bienales, jurados, críticos, museos, listas de libros más vendidos, y la taquilla del espectáculo se hacía al contado para repartirse al final. La arcadia de las artes preindustriales. ¿Pero vivía entonces el artista más satisfecho? Todo indica que no. La ambición legítima de llegar más lejos y a la parte mejor del público, de ser entendido en la arriesgada exploración de lo nuevo y no sólo en la reiteración habilidosa del logro probado, el reconocimiento de aquello que uno valora como más esencial de la propia obra por encima de encargos ocasionales o piezas de circunstancia; esa ansiedad a menudo frustrada ha marcado el currículum de algunos de los más ilustres creadores. Cervantes, Shakespeare, en el oscuro final de su vida, Turner o Goya. Todos unos incomprendidos de gran renombre.
Este verano se han producido sobresaltos en el terreno de las dos artes más antiguas y frágiles, la plástica y el teatro. En lo que nos afecta, la inauguración del pabellón español en la Bienal de Venecia amagó con una tormenta política que algunos comentaristas, sin duda, estaban deseosos de levantar, pues era muy jugoso que el artista elegido para representar a España, Santiago Sierra, propusiera, con el marchamo oficial, un desplante a la actitud cerril y excluyente que el Gobierno de Aznar mantiene en materia de inmigración. Como ustedes recordarán, el pabellón consistía en no poder entrar al pabellón sin nuestro DNI, y nada más había dentro o fuera de él; Sierra se especializa en el subrayado de lo evidente, aun a riesgo de que su conceptismo artístico sea igual de eficaz contado que visto in situ. La fuerza está en la idea, y la idea, en una buena parte del arte contemporáneo, no requiere realización material, ni siquiera un ojo receptor.
La tormenta española no estalló, y del porqué no estalló hablaremos más adelante. Pocas semanas después, la huelga de los "intermitentes' acabó con los grandes festivales franceses de música, danza y teatro, en un conflicto que ha enfrentado no sólo a sindicalistas y gobierno, sino a huelguistas con creadores por encima de toda sospecha reaccionaria. El grito contrario a la suspensión de gente como Patrice Chéreau y Ariane Mnouchkine era la voz de un miedo ancestral: una huelga del metro o de los hospitales causa terribles molestias al usuario, nunca muertes, pero una huelga como la de Aviñón mata una especie única. No entender que el teatro (al contrario que el libro o el cine) pertenece al reino de los hechos humanos irrepetibles es una trágica frivolidad que ningún líder obrero, por justa que sea su causa, debería permitirse.
En su implacable determinación, los "intermitentes" de los (muy nobles y antiguos) oficios técnicos del teatro defendían básicamente su pertenencia a un colectivo artístico hoy en toda Europa amparado por el Estado. Es innegable que la ópera, el teatro de empeño, las grandes orquestas, por no hablar del cine de autor, son ya dependencias económicas del erario público, y no hay motivo plausible por el que esos trabajadores de la parte de atrás del escenario no puedan beneficiarse con unos mínimos baremos de seguridad en su trabajo temporal de las subvenciones que permiten a guionistas, actores y directores (todos también, por muy famosos que sean, temporeros del arte) realizar su obra. Aunque he seguido la crisis de los festivales con atención, no conozco en profundidad todas las razones, en las que, según los más fiables comentaristas franceses, se mezcla una torpe maniobra del ministro de Cultura Jean-Jacques Aillagon con una lucha interna entre sindicatos (división que al propio Gobierno de Chirac le hacía un favor). Pero si los "intermitentes" del espectáculo exigían en realidad una "excepción cultural" a su irregular calendario laboral, también deberían asumir la excepcionalidad de su trabajo, aprendiendo la lección que los actores -incluso los más inexpertos y secundarios de un reparto- conocen muy bien: el telón ha de subir siempre, y al escenario se sale aunque tengas cuarenta de fiebre o tu marido haya muerto la noche antes. El teatro, aún más que las restantes artes, está reñido con el gremial "espíritu de cuerpo", y una mentalidad de funcionario, por reivindicativa que sea, es incompatible con la pertenencia (belonging) a un colectivo tan lábil, tan quebradizo, tan asediado y al mismo tiempo tan espiritualmente remunerador (el propio secretario general de los socialistas franceses, François Hollande, aunque muy crítico con la actitud de Aillagon, reconoció el "enorme estropicio humano, social, cultural, económico y simbólico" provocado por el mantenimiento a ultranza de la huelga).
Con lo cual volvemos a nuestro país y a nuestro pabellón en Venecia, y a todos los pabellones que en este momento ondean por aquí y por allá el arte contemporáneo de España. La provocativa instalación de Santiago Sierra, sabrosa carne de escándalo para la jauría pro-aznarista, no fue al fin demonizada políticamente por los medios de comunicación de la derecha por el simple motivo de haber sido presentada bajo un Gobierno del PP y con la bendición del influyente secretario de Estado para la Cooperación Internacional Miguel Ángel Cortés. Ni el irredento Sierra ni ningún otro de los "chicos malos" paseados internacionalmente con el patrocinio oficial deberían ignorar esto. Ahora bien, ¿les convierte el hecho de aceptarlo en artistas del régimen? Me dio un síncope cuando, hará un par de meses, escuché en el vernissage de una galería madrileña llena de gente el comentario de que "ya hasta Eduardo Arroyo se ha vendido al PP". La excelente obra de Arroyo ha sido, en efecto, expuesta en diversas partes del mundo dentro del circuito de exposiciones organizadas por el programa Arte Español para el Exterior, que financia dicha secretaría de Estado, y los memoriosos más maliciosos aún recuerdan la imagen de Álvarez-Cascos guiado por el propio artista, con la cortesía propia del acto, a través de las salas del Reina Sofía, que inauguraba ese día una gran antológica de Arroyo. Exposición en la que no faltaban, desde luego, las pinturas más elocuentes sobre ese fascismo español de mosquetón, bigotito fino y copla castiza del que el ministro Cascos, al menos estilísticamente, procede.Arroyo es uno más de los plásticos que este año y el próximo representarán al arte español en el exterior, dentro de una lista ecléctica hasta lo irreprochable; junto a algún santón del pasado figuran nombres indudables y jóvenes turcos de dudosa valía pero probado gancho festivalero. ¿Antonio Saura, Sicilia, Broto, Juan Hidalgo, Frederic Amat, hombres de Aznar? Claro que no. A mí me resulta elogiable, en líneas generales, la política de selección de nombres y la iniciativa misma, que a algunos (entre los que estaría sin duda el autor de la frase oída en el vernissage) les parece una manera hipócrita de lavar -fuera de casa- la cara sucia de un régimen tan antimoderno y tan meapilas en políticas sociales. Renacen así viejas polémicas del franquismo sobre el "posibilismo" de unos y la resistencia de otros a ser utilizados como propaganda de un régimen autoritario. Yo diría, en primer lugar, que prefiero la figura del comisario de exposiciones a la del comisario político, aunque algunos de los primeros actúen a veces como los segundos, y que prefiero ver como embajadoras del arte español las deliciosas esculturas irónicas de Arroyo antes que las violeteras y demás bronces de la edad de piedra que gustan a los ediles del PP. Pero tengo un segundo y más capital motivo para ponerme en el lado de los nuevos "posibilistas": el convencimiento de que el arte (en su dimensión auténtica, no en la falsificada por los intereses del mercado) se ha convertido ya en "asunto de Estado".
Sólo los idealistas o los aprovechados pueden seguir ignorando que la subsistencia en Europa de las llamadas "bellas artes" dependerá en gran medida del apoyo económico de las instituciones, recuperando, pues, vigencia la noción del welfare-state o Estado benefactor como único medio para resistir los embates del libre comercio y la salvaje ley del consumo aplicada a los productos artísticos (la amenaza también se extiende a la edición de libros minoritarios). Pronto todo lo que se esculpa, pinte, filme o represente tendrá la fragilidad sublime del teatro, y todos los que se dediquen a esas actividades habrán de ser, para beneficio del resto de la sociedad, especies protegidas por los organismos gubernamentales. Y así como en la mayoría de países de nuestro ámbito se subvenciona el ferrocarril, la sanidad o correos, los trabajadores comediantes, pintores y cineastas serán como los conductores de tren, los enfermeros o los carteros, al servicio en su caso del transporte emocional, la salud mental y la comunicación de datos sobre lo que somos o soñamos ser.
¿Se le exige al revisor de Renfe o al médico de la Seguridad Social adhesión al régimen político del momento? Puede suceder, y sucede, aunque ahora nos escandalizamos de un sometimiento tal, habiendo medios de denunciarlo. Naturalmente, la misma o mayor independencia de criterios ideológicos y estéticos ha de regir ese arte actual sostenido por los gobiernos. El político pagador tendrá a veces la tentación de manipular o imponer su criterio, pero cuanto más extendida y aceptada esté la idea de que se trata de un deber asistencial y no de una concesión graciosa, más fácil será exigir la libertad y deslindar el campo administrativo del campo expresivo.
Veremos, eso sí, paradojas como la de Sierra en Venecia o episodios tan grotescos como el del joven (e interesante) escultor vasco Javier Pérez, quien después de reconocer lo difícil que es "acceder al mercado internacional si el Gobierno no te apoya" (él representó a España en la pasada bienal veneciana), declaraba, tal vez para que no se le tome por hombre del régimen, lo malísimo que era un poder que cierra periódicos y censura las listas de los independentistas (sic), "legitimando que vuelva la violencia". Y es que el artista, aun el más favorito de los comisarios, los sponsors y los subsecretarios, ha de tener el recurso de quejarse, de equivocarse, de decir tonterías. La suya, recordémoslo, es la voz del eterno descontento.
Vicente Molina Foix es escritor.
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