Fervores de Buenos Aires
En la Argentina sólo se puede ser vegetariano después de haber conocido las perdiciones de la carne. No hay celebración familiar sin asado, y no hay asado en familia que dure menos de cinco horas: una para el encendido del fuego y la lenta formación de las brasas, otra hora para las entrañas y los embutidos del aperitivo, dos para el lomo, los costillares, el vacío, y una más para la sobremesa, en la que se ponderan las virtudes de la comida. El olor de la carne asada lo impregna todo: el trabajo de los albañiles, que desayunan carne al empezar la jornada; la rutina de las cosechas y las siembras, que se interrumpen con "el asado chico" a las diez de la mañana; el almuerzo de los oficinistas, que disipan el tedio de los mediodías con un sándwich de milanesa y tomate; la fatiga de las parejas que regresan del amor a la madrugada y se despiden en los bares insomnes con un bife de lomo y ensalada.
Buenos Aires fue erigida en el confín de una llanura, a orillas de un río cuya única gracia es su anchura descomunal
La naturaleza depara a veces, en el centro mismo de la ciudad, visiones inalcanzables en otras partes
El tema de la muerte persiste en casi todos los grandes relatos y poemas argentinos
A pesar de las adversidades del país, la carne argentina sigue siendo la más tierna y la más apetecible del mundo. Aunque esas cualidades se atribuyen a la dulzura de los pastos con que se alimenta el ganado vacuno en la pampa húmeda, la calidad no es inferior en las faldas de la cordillera de los Andes ni en las selvas del norte, donde la capa de humus es menos fértil. Sólo los patagónicos prefieren el cordero, pero no por razones de sabor, sino de abundancia.
Desde los principios de la nación argentina, el consumo de carne estuvo al alcance de todas las clases sociales, aunque hace una década los más pobres sólo podían acceder a los cortes viles y, a fines de 2001, a ningún corte. El desempleo llegaba entonces a una tasa oficial de 21,5%, y medio millón de familias sobrevivía gracias a un bono mensual de 150 pesos, un tercio de la suma requerida para no pasar hambre.
Una escena de diciembre de 2002, en Buenos Aires, me demostró el valor sacramental de la carne en los tiempos más aciagos. Por esos días, entre el 20 y el 22, se desató una lluvia implacable, con ráfagas violentas e inundaciones inesperadas en las zonas bajas de la ciudad. Hacia las ocho de la tarde vi a dos niños, de entre ocho y diez años, clasificando la basura y apartando en unas carretas de aluminio los cartones que encontraban. Iban con su carga de un montículo de residuos a otro, en la calle de Venezuela, sobre la frontera entre San Telmo y Monserrat.
Los chicos afrontaban la tempestad protegidos por unos bolsones negros de plástico, los mismos que sirven para acumular los desperdicios de las casas de departamentos. Ambos llevaban la carreta hacia una concentración de otros cartoneros, en una de las entradas de la calle de Venezuela, donde venderían su colecta diaria a diez centavos el kilo. En un recodo entre dos edificios, al amparo de un techo medio derruido, los chicos sacaron de sus bolsillos unas lonjas de carne asada y fueron comiéndolas lentamente, sin hablar, como si el alimento contuviera todas las palabras.
No hay mejor carne en Buenos Aires que la de un restaurante de la calle de Estados Unidos, en San Telmo, donde los mozos -que en la Argentina se enorgullecen de su memoria legendaria, capaz de identificar lo que ha pedido cada uno de treinta comensales sin necesidad de tomar nota- cortan los bifes con el canto de las cucharas. Al frente hay un mercado centenario, en cuyos zaguanes de entrada están apostadas hileras de bolivianas, con sus atavíos coloridos, vendiendo bolsas de especias misteriosas que tienden sobre un paño. Dentro, en el dédalo de galerías, se codean los quioscos de juguetes y los escaparates de botones y puntillas como en un zoco árabe. El núcleo de la manzana está repleto de medias reses que cuelgan de sus ganchos junto a parvas de riñones, tripas y morcillas. Dentro de los puestos del mercado, algunas chiquillas afanosas despluman pollos aún calientes y lustran las hojas de las lechugas.
Los que van a morir
Casi todas las reses que se consumen en Buenos Aires provienen de otro mercado, el de hacienda, situado en un predio de cuarenta hectáreas al noroeste de la ciudad, en un arrabal bautizado con el demostrativo nombre de Mataderos. El punto de entrada es una plazoleta cercada por tres recovas conventuales, detrás de las cuales se abre una red de corredores elevados. En ellos, como desde un balcón, los compradores estudian la calidad de las reses que esperan en los corrales el turno de los remates. Desde el amanecer van y vienen por esos pasillos hombres de ojos avezados que discuten precios, escriben jeroglíficos en sus agendas electrónicas e intercambian señas con sus socios, sin confundirse ni perder el paso. De a ratos se oyen sonar las campanas catedralicias que llaman a remate, mientras los arrieros mueven las reses de un corral a otro.
Los mataderos estaban situados allí mismo, cien metros hacia el oeste. Hace treinta años fueron desplazados lejos de los límites de la ciudad, y lo que antes se hacía en un solo lugar ahora se hace en veinte o treinta. La cruel ceremonia de la matanza todavía se ve en las películas argentinas, sobre todo desde que fue descrita por completo en el documental La hora de los hornos, que Fernando Solanas hizo en 1968. Nada ha cambiado desde entonces, salvo las escalas: donde antes subían por una rampa hacia la muerte siete mil vacas y terneros de trescientos a quinientos kilos, ahora suben menos, pero en más sitios.
Antes de llegar a la rampa, los animales de sacrificio vadean una laguna en la que se bañan a medias, y avanzan entre chorros de mangueras que completan la limpieza. En lo alto de la rampa, una compuerta se cierra a sus espaldas y los separa en grupos de tres o cuatro. Entonces, un martillazo brutal cae sobre la cerviz de cada uno, descerrajado por un hombre con el torso desnudo. Rara vez falla el golpe. Los animales se desploman y casi al instante son lanzados desde una altura de dos metros sobre piso de cemento. Que ninguno de ellos sienta la inminencia de la muerte es esencial para la delicadeza de la carne. Cuando una vaca adivina el peligro, el terror la endurece y sus músculos se impregnan de un sabor agrio.
A medida que las reses caen de la rampa, seis o siete maneadores van ciñendo las patas con una soga de acero y encajándolas en un gancho, mientras un contrapeso las levanta en vilo, cabeza abajo. Los movimientos deben ser veloces y precisos: los animales están vivos todavía y, si despiertan del desmayo, ofrecen una resistencia de locura. Una vez colgados, avanzan sobre una cinta sin fin, a razón de doscientos por hora. Los degolladores los esperan ante la noria, con los cuchillos enhiestos: una puntada certera en la yugular, y eso es todo. La sangre salta a chorros hacia un canal donde va coagulándose para ser aprovechada hasta la última gota. Lo que sigue no es menos atroz. Las reses son despellejadas, abiertas en canal, despojadas de sus vísceras y entregadas, ya sin cabeza ni patas, a los cuarteros, que las dividen por la mitad o en trozos, entre los vapores de la carne aún caliente.
Así sucedía también en 1841, cuando Esteban Echeverría escribió El matadero, el primer cuento argentino, en el que la crueldad con el ganado era la réplica de la bárbara crueldad que el país ejercía con los hombres.
Cementerios y amanecer
El tema de la muerte persiste en casi todos los grandes relatos y poemas argentinos. En Cuaderno San Martín, un libro de 1929, Jorge Luis Borges dedicó una sección a los dos grandes cementerios de Buenos Aires, que son, ellos también, ciudades interminables. El de la Recoleta cobija a próceres y vástagos de familias ilustres, con la extraña excepción de Evita Perón, que lanzó imprecaciones contra los privilegiados durante su corta vida y que, a pesar de su origen ilegítimo, fue cobijada allí en un mausoleo cercano a los de personas que la odiaban. Alrededor del cementerio, la vida deshace el tejido de la muerte: algunos de los restaurantes, bares, cines y librerías más visitados y lujosos de la ciudad están al otro lado de los muros erizados de cruces. Y, desde los hoteles por horas de la calle de Azcuénaga, los amantes furtivos pueden soltar las luces de su sexo contemplando el mar de tumbas que se extiende a sus pies.
El cementerio de la Chacarita, que dista siete kilómetros y supera veinte veces en tamaño al de la Recoleta, tiene mausoleos parecidos, con portales de vidrio que permiten observar el altar interior y los ataúdes cubiertos con mantillas de encaje. Algunos monumentos están allí adornados por estatuas de niños a los que alcanza un rayo, por marinos que divisan con un catalejo el imaginario horizonte y por matronas que ascienden al cielo llevando sus gatos en brazos. La mayoría de las tumbas, sin embargo, consta de una lápida y una cruz. Al entrar en una de las avenidas centrales del cementerio, asoma una estatua de Aníbal Troilo tocando el bandoneón con ademán pensativo. Más allá, los colores crudos de Benito Quinquela Martín adornan las columnas que flanquean su sepulcro, y hasta el propio ataúd del pintor luce arabescos chillones. Hay águilas de bronce que vuelan sobre un bajorrelieve de la cordillera de los Andes, y un océano de granito en el que se interna la poetisa Alfonsina Storni, mientras a su lado se estrellan los automóviles funerarios de los hermanos Juan y Alfredo Gálvez, rivales de Juan Manuel Fangio en los años cuarenta.
Quien se aleje de la Chacarita hacia el norte, por la avenida de Elcano, desembocará en las plácidas calles del barrio de Belgrano, sombreadas por árboles viejos, jacarandás y plátanos que protegen mansiones neoclásicas y coloniales. Al franquear las vías del ferrocarril, Elcano desemboca limpiamente en la calle de José Hernández, donde el autor de Martín Fierro vivió sus últimos años felices, a pesar del creciente desdén de los críticos por ese libro que en 1916, sin embargo, sería exaltado por Lugones como el "gran poema épico nacional". Hernández era un hombre de físico imponente y vozarrón tan poderoso que en la Cámara de Diputados se le llamaba "Matraca". En los banquetes de Gargantúa que brindaba en su quinta de Belgrano, a la que se llegaba desde el centro tras varias horas de cabalgata, los comensales de Hernández admiraban tanto su apetito como su erudición, que le permitía citar los textos completos de leyes romanas, inglesas y jacobinas de las que nadie había oído hablar. Una miocarditis lo postró en la cama durante cinco meses, hasta que murió una mañana de octubre de 1886, rodeado por una familia que sumaba más de cien parientes en primer grado, todos los cuales pudieron oír sus últimas palabras: "Buenos Aires... Buenos Aires...".
La ciudad fue erigida en el confín de una llanura sin matices, entre pajonales inservibles tanto para la alimentación como para la cestería, a orillas de un río cuya única gracia es su anchura descomunal. Aunque Borges trató de atribuirle un pasado, el que ahora tiene es también liso, sin otros hechos heroicos que los improvisados por sus poetas y pintores, y, cada vez que uno toma en las manos cualquier fragmento de pasado, lo ve disolverse en un monótono presente. Siempre fue una ciudad en la que abundaban los pobres y se debía caminar a saltos para esquivar las cagadas de perros. Su única belleza es la que le atribuye la imaginación humana. No está rodeada por el mar y las colinas como Hong Kong y Nagasaki, ni la atraviesa una corriente por la que han navegado siglos de civilización como Londres, París, Florencia, Budapest, Ginebra, Praga y Viena. Ningún viajero llega a Buenos Aires porque está de paso en el camino hacia otra parte. Más allá de la ciudad no hay otra parte: a los espacios de nada que se abren al sur ya los llamaban, en los mapas del siglo XVI, Tierra del Mar Incógnito, Tierra del Círculo y Tierra de los Gigantes, que eran los nombres alegóricos de la inexistencia.
Sin embargo, la naturaleza depara a veces, en el centro mismo de la ciudad, visiones inalcanzables en otras partes, como el amanecer contemplado desde el balcón más alto del hotel Plaza Francia. Cuando el globo del sol, inmenso como el cielo, se alza sobre la avenida del Libertador y sus lenguas de oro lamen los parques y las suntuosas embajadas, uno se siente tocado por la revelación de que no puede existir lugar de belleza tan suprema como la del Buenos Aires de ese instante. Debajo, el tránsito es caudaloso. Cientos de automóviles se mueven a paso lento por la avenida, mientras la luz, antes de caer desangrada entre las hojas de los árboles, embiste el bronce de los monumentos y quema la cresta de las torres.
Sólo una ciudad que ha renegado tanto de la belleza puede tener, aun en la adversidad, una belleza tan sobrecogedora.
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